Cuando se es el último en comentar algo que ha estado en boca de todos, en boca de tantos (que dirÃa Porta, el rapero), es difÃcil ser original o decir algo fresco pues cualquier cosa suena a enlatada, a leÃda. El tufillo de uno más con Ãnfulas. El caso es que el coro de periódicos y blogs, al menos el coro español, que ha acompañado este estreno no se ha entusiasmado con la obra aunque le han reconocido a la partitura cierta calidad musical, como era de esperar de Phillip Glass. El perfecto americano. Convertido en una marca, en un factorÃa de ficciones musicales que podrÃa añadirse a las que se nombran en el libreto de la ópera.
Al igual que las producciones de Walt Disney, el protagonista de The perfect American, la ópera que nos ocupa, en esta obra se cubren todos y cada uno de los tópicos que se esperan de esos europeos que se trasplantaron a América. Europeos al fin y al cabo, por mucho que le pese a la vieja y crÃtica Europa. Sueños americanos de éxito profesional medidos en forma del rendimiento económico de una fama conseguida a través de los medios de producción que se aprenden en las escuelas de negocio. Lugares donde se entrena a los cachorros y cachorras del nuevo ancient regime en el arte de convertir en oro todo lo que toquen. Chicos y chicas de suburbios o pueblos alejados del mainstream que cuando se suben a la ola del éxito todo lo que hacen, dicen o piensan se rige, como en el caso de los hobbits de Tolkien, por la mentalidad de la provincia, de la región. Y, al final, acaban dirigiendo un emporio con una mentalidad de pueblo. Y su revolución acaba siendo más de lo mismo. Una revolución conservadora.
Y eso es lo que es esta obra, una revolución conservadora, en minúsculas, pequeña. Mediocre. Alguna variación, mÃnima, en lo que se espera del compositor para que no parezca lo mismo y se vea cierto avance, cierta exploración de algún nuevo territorio. Lo suficiente para que el crÃtico avisado, como el de The New York Times, pueda demostrar su capacidad de reconocer tonos y tonadas y alguna intención musical, algún paso. Al servicio de un libreto que cuenta y no expresa. Expresar tienes sus riesgos y siempre se puede malinterpretar. Lo que lleva a una dirección anodina y sin ganas en el foso, visible en la falta de entusiasmo del interprete que tocaba el timbal y un coro que está pidiendo por lo bajinis, el tono en el que se les hace cantar, una partitura de verdad para todos los registros y capacidades que llevan mostrando durante años. A lo que hay que añadirle una dirección de escena de Phelim McDermott realizada de espaldas a la música y al libreto, como ya hiciera en Satyagraha, que tan aplaudida fue en Reino Unido que la hizo llegar al Metropolitan de Nueva York para sonrojo de todos aquellos que escuchan y miran con oÃdos y ojos libres lo que se sube al escenario de una opera house. Aquellos que saben verbalizar sus experiencias. Y que en The Perfect American describen la sensación infinita de aburrimiento. Y la de dejá vu y dejá écouté, también.
En España se tiene una palabra que podrÃa describir perfectamente esta ópera que acabará en la English National Opera: tontá. Cuesta mucho usar esta descripción. Pues, como los provincianos chicos y chicas de las escuelas de negocio saben, un estreno absoluto con estos mimbres cuesta mucho en términos económicos, por muy eficiente que se haya sido y por muy lleno, también absoluto, que se tenga.
Si bien es cierto que si no se facilita o no se promueve la subida a los escenarios de nuevas producciones difÃcilmente se creará un ambiente que permita la aparición de nuevas obras de interés y que los públicos existentes o nuevos aprendan a apreciarlas. Aunque, también es cierto que propuestas como esta solo consiguen reforzar la metáfora de no future para la ópera. Y solo sirven para acallar las conciencias de aquellos que ven dificultades a la hora de disfrutar de la ingente producción operÃstica del siglo XX y del incipiente siglo XXI. Para ofrecerles un tÃtulo que les conforte y les concilie con eso que se llama música contemporánea. Con el suficiente éxito, en términos mediáticos y de recaudación, que demuestre que no están equivocados y que muestre que saben disfrutar tanto de la ópera de repertorio como de la más rabiosa actualidad. A lo que hay que añadir un matiz: actual y contemporáneo no son lo mismo.
Asà y todo, el voluntarista viaje de contar y cantar los gozos y las sombras del tÃo Walt se convierte en toda una enseñanza. Involuntaria a las intenciones del libretista, el compositor y el director de escena si hay que hacer caso a las pistas que machaconamente repiten los tres en su propuesta lÃrica. La enseñanza es que no se trata de salir de Marceline, el pueblo en el que creció Disney, o de cualquier otro pueblo en mitad de la nada. No. Se trata de que cada uno lleve su Marceline allá donde se viva o en lo que se haga. Se trata de preservar, de conservar lo que se fue en el pasado, lo que se imprimió en la infancia, en una etapa inocente.
No hacÃan falta tantas alforjas para este viaje. Ni contarlo, ni componerlo, ni cantarlo. Pero es cierto que todos han quedado contentos. Pues solo aquello que refuerza las mentiras individuales y socialmente aceptadas, las que permiten a trancas y a barrancas a las personas levantarse todos los dÃas y mirarse en el espejo y en los otros, triunfan, tienen éxito y circulan en el mercado. Por inverosÃmiles que sean. Como que los animales hablen. Como que los animales tengan y vivan sentimientos humanos. Por más que no aguanten un pensamiento, una pensada. Pero hay que vivir, seguir viviendo y producir. Cambiar todo para que nadie cambie.
Referencias
- The perfect American – Página oficial del Teatro Real (en español)
- Conferencia de José Luis Téllez sobre The perfect American (en español)
- Reportaje sobre The Perfect American en YouTube (en español y en inglés)
- Video de los ensayos en la English National Opera (en inglés)
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