Fogones moleculares y multifónicos

La mitificación de la cocina creativa y su consideración social como actividad de máximo prestigio da pie en este artículo a la reflexión sobre una cuestión sorprendente: por qué una actividad de alta especialización como la gastronómica ha logrado tal aceptación y, sin embargo, artes contemporáneas como la música de nuestro tiempo es considerada habitualmente como inacesible para el “gran público”.

H20110816_fogones-moleculares-multifonicosace unos días escuché en una popular emisora de radio cómo una crónica sobre un también conocido festival musical derivaba en una auténtica disquisición gastronómica que invitaba a un recorrido por los restaurantes de la localidad donde se celebraba el ciclo de conciertos. El nivel de detalle técnico, la solvencia terminológica, los conocimientos sobre el “arte” gastronómico expuestos por el crítico musical me llevaron a una reflexión más allá de la mera anécdota que podría suponer la insospechada derivación de un contenido a otro: ¿por qué se admite, de manera generalizada, un lenguaje técnico de alta especialización en la gastronomía y, opuestamente, cuando se habla de la convención “música culta”, cualquier alusión a un aspecto más allá de una descripción “comprensible” y a menudo banal es rechazado de plano por críptico, “intelectual” y fuera de lugar?

Cualquiera que de vez en cuando termine su zapping en La 2 habrá podido encontrarse, dentro de la abundante programación “cultural” de esta cadena televisiva, con alguna pieza o ciclo dedicados a la gastronomía, ahora llamada pomposamente “arte culinario”. La presencia de los afamados cocineros españoles, con programas de una hora dedicados a su evolución profesional, el desarrollo de complejas técnicas, la muestra de aparataje tecnológico de difícil adquisición por el común de los mortales y demás aspectos que rodean su actividad, sorprende por la exhaustividad y el presupuesto de que el telespectador posee unos conocimientos previos más que medianos sobre el tema. Es cierto que se puede alegar que todos hemos tenido algún contacto con los fogones (aunque sea para un vano y desparramado ensayo de tortilla nacional), y con más propiedad, que todos realizamos el acto de comer (al menos en el primer mundo) y que disfrutamos con la degustación de los alimentos; y también que frecuentemente nos preguntamos por qué tal o cual manjar nos recuerda al aroma de la infancia o aseveramos con arrobo cuán maravillosas eran las croquetas maternas al encontrarnos frente a frente con unas forasteras que pretenden usurpar su lugar sentimental en el plato. Pero de ahí a poseer los conocimientos técnicos que nos permitan abordar la elaboración de una receta que más que comida parece ingenio químico, hay algo más que un trecho. Además, a esas evidencias sobre la presencia de lo gastronómico en nuestras vidas se puede responder fácilmente: también todos hemos tenido un contacto –aunque sea mínimo y en muchos casos catastrófico- con el instrumento musical, y todos los que tenemos el aparato auditivo en condiciones somos capaces de una escucha que, incluso en el peor de los casos, excede en complejidad a nuestras capacidades con los sentidos atrofiados del gusto y el olfato.

De hecho, esta atrofia sensorial nos puede dar una de las muchas claves sobre las razones por las que resulta tan discutible la consideración artística cuando hablamos de gastronomía: un sentido incapaz –cuando menos por escasamente desarrollado- de permitirnos elaborar relaciones, ideas, símbolos o expresiones de cierta complejidad, que no ha podido a lo largo de la historia obtener un espacio que permitiese su categorización como arte. Pero, aunque tenga mis ideas al respecto y no vea forma de articulación que haga posible algo parecido a un lenguaje, no caeré aquí en la trampa de la disquisición filosófica sobre las posibilidades de la gastronomía de considerarse actividad artística; existen alegatos variados en el contexto de la estética en pro y contra (más en contra que en pro, dicho sea de paso) y cada cual sacará sus conclusiones. Quizá lo más ajustado y lo que sin duda no hará peligrar ningún rigor intelectual es la consideración de la actividad culinaria en el contexto de lo cultural. Ahí no hay “peros” que valgan: la cocina es parte de nuestra cultura y ese espacio lo posee queramos o no. Pero, como he dicho, el tema que nos ocupa aquí es otro, más pegado a una interpretación que intenta indagar en el problema social.

Digerir la música

Circunscribiéndonos al arte contemporáneo, entonces, ¿qué lleva a un medio de comunicación o a un político, y por extensión a una buena parte de la sociedad, a esa consideración de la música, digamos, “avanzada” a la condena de la perversión por excesivamente intelectual? ¿Qué impide el comentario didáctico sobre la estocástica xenakiana, los procedimientos generativos en la electroacústica, o las matrices seriales a un público no iniciado, si nadie se escandaliza al escuchar a Ferran Adrià hablar sin despeinarse de la coagulación de líquidos mediante calcio o alginatos para producir esferificaciones, o de sorbetes imposibles a través de complejos procesos con nitrógeno líquido, o de las técnicas de encapsulación, liofilización, destilado, humo…? ¿Qué regla de tres nos dice que una terminología como ”cluster”, “microtonalidad” o “multifónico” es más incomprensible que “áspic”, “heñir” o “roux”?

La aceptación y prestigio social de la cocina y su elevación a emblema nacional es en la actualidad un hecho incuestionable. Políticos, instituciones y medios de comunicación se apresuran a señalar todo tipo de bondades en las enjundiosas y tecnológicas invenciones, que con demasiada frecuencia resultan tan crípticas para el profano como lo puede ser un análisis serial. Llueven los “Honoris Causa” y las universidades se llenan de masters gastronómicos (¡con la falta que nos hacen en el campo musical!). La música no tiene por qué estar en la universidad, pero la cocina sí. Desde luego, es una visión cuando menos muy corta, por no decir directamente inconsistente y producto de un problema evidente de nivel cultural.

¿Y las razones? Me temo que, en estos tiempos, de una u otra forma, nos damos demasiado frecuentemente de bruces con el mercado como explicación de nuestros males. Pero es que si uno explora mínimamente la parafernalia que rodea a los laureados cocineros, descubrirá sin demasiada pérdida de tiempo que alrededor de ellos y sus empresas (muchas veces con objetivos económicos muy claros desde el inicio de su actividad) hay todo un imperio apoyado por unas fuertes inversiones en marketing, donde poco queda al vaivén de la improvisación o la espontaneidad. Todo un ejército de productos que circula en torno a estas figuras del delantal, apoyado por unos medios que han hecho que el asunto “venda” en los telediarios, construyendo espejismos en los que el público cree entender algo. Y esto no ocurre en el ámbito de la música o, al menos, los casos son contados y de una dimensión mucho menor. En este sentido, en el arte musical, el objetivo económico se diluye, no puede tener la misma consideración central sino la obligada por el condicionante profesional. Y esto resulta definitivo.

Pero lo más sorprendente es que este marketing y el prestigio obtenido se fundamentan en una ramplona construcción de mitos. Porque hay una diferencia importante entre la música de Xenakis o Sciarrino y la comida de Adrià o Arzak: nada impedirá al público la asistencia a un concierto, generalmente gratuito, de música contemporánea. Por el contrario, ¿cuántos han tenido la oportunidad de probar un plato de uno de estos míticos cocineros? ¿Cuántos se pueden permitir un viaje a sus bien diseñados restaurantes y un gasto que, en el mejor de los casos, está muy lejos del bolsillo de la clase media en este país? Si lo vemos desde esta perspectiva, cabe pasar directamente a la pregunta clave: al igual que los nombres de alguno de los platos de estos maestros del fogón, ¿habrá únicamente aire en la tierra prometida de los sabores? ¿Cómo podemos comprobar sus logros si sólo es posible intuirlos desde una cuidada colección de imágenes (por cierto, bien abundante), una nutrida bibliografía recetaria o una crítica especializada que jalea los logros o genera sustanciosas polémicas? En eso la cocina creativa actual sí se parece al arte, el de otros tiempos, mayoritariamente destinado a las instituciones que ostentaban el poder: la Iglesia, los nobles y la realeza. Con la disolución del sistema de clases, el cambio era previsible. Estos platos ahora los degustan en exclusiva los profesionales pudientes, los banqueros, los políticos, quizá los futbolistas… El resto, mira, escucha y cree, preguntándose cómo será la fabada que tan bien conoce una vez convertida en evanescente y mágica emulsión. Pura cuestión de fe y unas cuantas horas de televisión, suplementos culturales o revistas de sala de espera de dentista.

Pero yendo un poco más allá, podríamos formular un nuevo interrogante: suponiendo que empleásemos buena porción de nuestro sueldo en la experiencia culinaria, y lográsemos probar uno de esos increibles platos, ¿cuántos de nosotros podríamos juzgar su complejidad con nuestros torpes sentidos educados a golpe de tortilla de patata? Quizá el bagaje imprescindible para distinguir una zanahoria espumada de un pepino convertido en elegante alcachofa no sería muy diferente del necesario para distinguir un Tàpies de un Pollock… Retornamos así a la cuestión inicial: ¿por qué se nos quiere convencer de que los fogones de alta cuna son “accesibles” al común de los mortales y, sin embargo, la llamada música contemporánea es un vapuleo infame al inocente público?

Por último, una crítica directa a las cada vez más frecuentes asociaciones superficiales y sin ninguna afinidad consistente a determinadas corrientes artísticas y conceptos del dominio de la estética. Así, escuchamos cómo términos como deconstrucción, pop-art, minimalismo y otros son adoptados en la única forma en que pueden serlo en el contexto de la cocina creativa: la más burda simplificación. Por poner el caso más conocido y evidente, ¿bajo qué premisas podemos llamar “deconstrucción” al mero aislamiento de ingredientes para posteriormente ser inusualmente reconstruido? ¿En qué plato podemos ver algo, por poquito que sea, de la teoría crítica derridiana? En este sentido, sí parece conveniente y necesario poner un poco de orden y empezar a llamar a las cosas por su nombre.

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