La comunidad alemana del Anillo de los Nibelungos

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
En este caso trasladamos la crónica operística a la ciudad alemana de Essen, cuyo emblemático teatro acaba de cerrar su temporada con el mítico “Anillo de los Nibelungos” de Wagner, con un heterodoxo enfoque en la producción que involucra a cuatro directores escénicos.

E20110805_el-anillo-wagner-aalto-musiktheaterl teatro Alvar Aalto de Essen ha cerrado su temporada 2010-11 con el ciclo del Anillo de los Nibelungos de Wagner. Frente a otros teatros, su propuesta ofrece la novedad de que se cambia de director de escena en cada jornada. Las razones de hacerlo de esta manera, según cuenta Berger Bergmann, el Director General del teatro, son de eficiencia artística. Por un lado, es lo que da especificidad a esta propuesta frente a las muchas que se montan. Y, por otro, facilita el montar el ciclo del anillo en un menor tiempo al evitar la larga relación entre el teatro y el director de escena, que suele ser uno de los retos que debe afrontar todo teatro que quiera ofrecer el ciclo por si mismo en vez de comprárselo a otros teatros.

La idea, que proviene de Stefan Soltesz, Intendente del teatro y, por tanto, director artístico y de orquesta del mismo, tiene la virtud de enfrentar al público a diversas maneras de entender lo que se debe hacer hoy con los clásicos operísticos. Y el planteamiento, heterodoxo, igual que el teatro que lo acoge, es un regalo que no todos los públicos están dispuestos a a aceptar. Pero que el espectador con imaginación agradece pues es capaz de recrear cómo cualquiera de los cuatro directores de escena elegidos habría completado las otras tres jornadas en las que no han intervenido. Es como si le hubieran ofrecido cuatro posible anillos en vez de uno. El de Tilman Knabe, el de Dietrich W. Hilsdorf, el de Alsem Weber y el de Barrie Kosky, actual director de la Ópera Cómica de Berlín. Forman pues, a partir de este momento, la que se puede llamar la comunidad alemana del anillo de Essen.

Si bien es cierto que una mirada superficial podría hacer pensar que son planteamientos totalmente distintos, subyace en todos ellos la necesidad de acercamiento de la obra desde hoy. Ya no se puede hacer un Wagner como antaño. Por mucho que los puristas lo echen de menos, les resultaría anacrónico, aburrido y lento. La música, como parece saber Soltesz por la elección que ha hecho de los directores de escena, no resultaría tan bella pues dejaría de hablar a los seres humanos y hablaría a esa especie reverenciada que son los estudiosos de la ópera que establecen los cánones y llevan tantos años formando el gusto de los muy aficionados que han conseguido que estos hablen como ellos e impidan el paso a los no iniciados. Kosky se da cuenta de esto y en su montaje de El Ocaso de los Dioses pone en escena a Wotan tal y como salía en la producción original de Bayreuth. Un anacronismo que forma parte de los mitos actuales, como sucede con el viejo Superman o las ondinas-coristas de A Chorus Line que también aparecen en el mismo montaje. Todo el montaje de Kosky, hay que decirlo, rezuma inteligencia por los cuatro costados y es un gusto para los sentidos, también el sentido intelectual, de todos aquellos que sepan disfrutar y no busquen reconocer el libro en el que estudiaron lo que significan las obras de Wagner. Pues es, sin duda alguna, lo que significaban las obras de Wagner y que ya han dejado de decir.

¿Cuál puede ser, pues, el acercamiento a la ópera hoy en día? Si nos atenemos a lo mostrado podríamos decir que son: el político, el estetizante, la actualización de la tradición y el conceptual. El político lo representa la propuesta de Knabe y su El oro del Rin. Adecuadamente trasladado a las cloacas de nuestra sociedad, una sociedad fuertemente sexuada, donde las corrientes telúricas del lumpen mueven un dinero que acaba llegando y usufructuando en esas casas de los dioses que se encuentran en urbanizaciones de lujo y en los despachos ovales, donde la traición está a la orden del día pues esto es salvase quien pueda antes de que se dinamite tanto bienestar. Es de todas, la que más rechazo suscita. Por un lado están las escenas soft de sexo explícito al inicio y, por otro, la incesante actividad en escena. Nadie se está quieto. Suben, bajan. Siempre hay algo sucediendo en alguna parte del escenario, además de la acción principal. ¿Qué ver? ¿Qué escuchar? El público es obligado a tomar una posición, una postura, de forma consciente para construirse una historia que será siempre incompleta. Lejos, pues, esos sistemas comprehensivos y explicativos de la totalidad con la que se ha mostrado a Wagner. Esto no es un espectáculo y menos total. Acaba la producción de Knabe con una bomba en escena que hace la cuenta atrás y que metafóricamente va a hacer estallar el sistema. El nuevo resplandor de los dioses del que deberán disfrutar las hijas del Rin.

La propuesta de Hilsdorf para La Walkiria se corresponde con la forma estetizante de interpretar la ópera. Es intrínsecamente bella. Clásica en la elección de los colores: verde cobre para la escenografía, rojos o grises para los trajes de los personajes. Una escenografía que recuerda, y es, la arquitectura neoclásica nazi ajada por el tiempo, diríase vintage, donde se pueden dar esos grandes sentimientos, que el aficionado tradicional espera de la ópera. Donde Fricka puede cantar las excelencias e indestructibilidad del matrimonio que los dioses han santificado. Donde impresiona y atrae la voz de Catherine Foster como Brünhilde. Toda la producción está trabajada a favor del espectador y su memoria operística y cinematográfica de lo que en apariencia es lo bueno. Sin grandes cambios de decorado, pero con buenos movimientos de escena. En la que la palabra bonita pesa como una losa y no permite decir mucho más. Aunque es cierto que ese bonita se vea hecho y construido con conocimiento de causa. Y tan bien, que hace que el espectador salga contento y se mantenga en este estado sino somete la obra a un análisis posterior.

Es la propuesta de Sigfrido la que acumula mayores papeletas para no gustar. Aunque es la que más se ajusta a un planteamiento tradicional y menos alegórico que el resto de los montajes, tal como pide el público tradicional de la ópera, tan abundante en esta región alemana como en cualquier otro lugar. Todos los personajes son lo que son y no otra cosa. Hay muchos aciertos en el montaje que ofrece Weber. Como la solución dada al dragón. O como el suelo del escenario, ligeros montículos que obligan a los cantantes a dar pequeños saltos, como haría un niño, Sigfrido, y un enano como Mime, al que interpreta un excelente actor y cantante Albrecht Kludszuweit. Pero pone de manifiesto que la tradición, incluso liberada de un exceso de realismo/verismo, resulta a ojos de un espectador contemporáneo de tal ingenuidad que le cuesta aceptar que eso es lo que pide cuando crítica los montajes más transgresores o innovadores, en definitiva, más contemporáneos, como en su momento lo fueron los de Wagner.

Acaba esta tetralogía con el increíble montaje de Kosky de El Ocaso de los Dioses. Una pieza compleja en su sencillez. Donde los conceptos, la modernidad y todo aquello que se quiera se pone al servicio de la historia que se toca, se canta y se cuenta. Ni siquiera se obvia la maldita gracia que pueda tener una obra en la que se anuncia al mundo que los dioses han muerto. En ella el amor y la amistad ya son solo un asunto cinematográfico. En la realidad solo se mueven asuntos de poder, traición, engaño y mentira que la plebe, la masa, jalea, disfruta mientras acosa y mancilla a Brünhilde y a lo que representa. Una masa cervecera y hooligan que porta cascos con cuernos y se tatúa símbolos nazis. Una masa que asiste al ocaso de los dioses. Obsesionada con una orgía de mitos que se retroalimentan. El primitivo Wotan de Bayreuth tan caro a los tradicionalistas de la ópera, el estereotipo de un judío, un viejo y enfermo Superman, las ondinas por las que ya ha pasado el tiempo, desplumadas, el oso que amaestró Sigfrido, la espada. Una mirada superficial podría pensar en otro enfant terrible más del teatro. No es así. Es la orgía que alimenta las pasiones y las ideas que acaban con los dioses. Que acaban con los valores que representan Sigfrido y Brünhilde. Marcan y producen el ocaso, el fin de un tiempo pasado. Una pérdida que viene a ser ocupada por los bárbaros. Es decir, a ser vaciada de todo significado que hasta ahora tenían las cosas, como se vacía el escenario en este montaje. No queda nada. Solo el Rin sigue su curso, desaparecidas ya las miradas y los deseos de los seres humanos, de los héroes y de los dioses. Cruza el escenario, ya vacío. Un espacio en el que si se aplica el oído se oye todavía el rumor de historias pasadas que ya a nadie importan. Recuerdos de Wagner. Una historia que se resume en un pequeño anillo perdido en el fondo del río. Olvidado, ¿quién lo encontrará?

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