Cuéntame el cuento

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
El estreno de la primera propuesta de Mortier en el Teatro Real en esta temporada 2010-2011, el “Evgenij Onegin” producido por el Bolshoi, da pie en este artículo a una reflexión sobre la concepción en nuestros días de la puesta en escena de la ópera.

N20100929_cuentame-el-cuento-eugeni-onegino sucedió. El escándalo que se esperaba con los madrileños amantes de la ópera levantados en armas contra el afrancesado Mortier, después de pasar por la Ópera de París, no ocurrió. Su estreno como director artístico del Teatro Real se ajustó a los cánones. Grandes espacios, muchos cantantes y figurantes en escena, y un acto final de boato y distinción. Una bombonera roja para príncipes, princesas y más ralea rusa vestida para la ocasión de una gran cena y un gran final. Evgenij Onegin montado por el Bolshoi y en representaciones extraordinarias para el comienzo de esta temporada. Todo correcto, todo en su sitio. Y unas masas beligerantes calmadas por efecto de la música tocada, por fin, por una orquesta, por un conjunto, donde no se oye más la percusión que la cuerda, sino que se acompañan y se funden para crear ese complejo sonoro llamado música.

Sin embargo, cualquiera que haya acudido este verano al festival de Verona a ver alguna, algunas o todas las óperas incluidas en su programa echará en falta, ante Evgenij Onegin, algo que, conscientemente o no, sí tenían los montajes italianos. Sin duda se trata de una cuestión de dirección ya que el festival se ha dedicado completamente a montajes de Zeffirelli, el gran director de escena italiano. No está de más recordar, sobre todo en tiempos de crisis económica, que las dos puestas en escena más exitosas en los ochenta y ocho años del festival han sido realizadas por Zeffirelli: Aida y Carmen. Exitosas en términos de entradas vendidas u ocupación de asientos. Por tanto, capaz de aglutinar desde los públicos entendidos hasta los más populares. Y es que la Arena tiene veintidós mil entradas que vender y sitios que llenar cada noche de representación.

Lo que falta en la propuesta escénica que de Evgenij Onegin hace el Bolshoi en el Real es el rigor de dirección que Zeffirelli ha mostrado en la Arena. Dmitri Tcherniakov, el director de escena y valor emergente teatral, introduce detalles en un intento de ser más expresivo, más explicativo, de lo que los autores pusieron en sus obras. Trabaja una versión propia y ese trabajo lo convierte en una reescritura de lo que debía ser la obra. El esfuerzo banaliza la obra y los personajes y esa destreza que se muestra en iluminar el espacio escénico, no se ve ni se aprecia en iluminar al espectador o la espectadora que hay en la sala. Porque de lo que se trata no es que cuente su versión del asunto, sino que usando sus recursos, consiga que el público comprenda mejor lo que Chaikovski quería decir y contar. Y lo que se ve no acompaña a lo que se oye. Toda la emocionalidad que ha querido ver la crítica especializada en el montaje procede más del discurso de Mortier y de su declaración de intenciones para los próximos seis años que de lo que podía verse y escucharse en escena.

Se entiende muchísimo mejor el discurso de Mortier, lo que quiere y pretende, viendo y escuchando en la Arena de Verona el nuevo montaje de Turandot dirigida por Zeffirelli. Esa necesidad de que la ópera participe del espacio público y de que se convierta en un arte político, como siempre ha sido el arte, donde la comprensión y el pensamiento provengan fundamentalmente de la emoción y las sensaciones de lo que sucede y se oye en escena. Y, para que suceda, en este mundo en el que vivimos, el espectáculo tiene que ser popular o no será.

Zeffirelli lleva años haciendo teatro popular. Su Turandot de este verano en Verona deja con la boca abierta al espectador cuando le muestra el palacio imperial. Al cual coloca sobre una base de cientos de figurantes que ocupan el escenario vestidos pobremente, trabajadores dedicados a una actividad febril y práctica. Un pueblo gris, oscuro que contrasta con el colorido y los dorados de la corte. Una corte estática e improductiva que se entretiene con los crueles juegos de una princesa, y futura soberana, que tan solo quiere ser tratada como un “hombre”, es decir, como un ser humano y ser dueña de su destino antes que casarse con el príncipe que le pongan en suerte. Una corte que acepta y permite antes la crueldad que la humanidad. Y ese espectáculo, el juego de la corte y sus consentimientos, es el que maravilla al pueblo, y a la audiencia, que se mira como pueblo y reconoce su mirada, esta vez, en el mundo actual. No hay discurso. Hay cuento. Historia. Narración. Ficción. La que aplicándose con rigor se encuentran en la música y el libreto de Puccini. Ese Puccini que tan poco le gusta a Mortier, pero que él mismo dice que se ve obligado a programar. Y ha programado para esta temporada 2010-2011, reponiendo el montaje de Tosca que Nuria Espert hizo para el Real.

Y este es el quid de la cuestión. La historia que cuenta la música. Es muy probable que para entenderla el director o la directora de escena, al igual que el director o la directora musical, tengan que estudiar y haber estudiado mucho. Hayan tenido que leer sesudos ensayos. Complejas tesis. Incluso haber perdido el tiempo con los artículos y libros de más rabiosa actualidad que caducan al poco tiempo, normalmente cuando salen de las listas de los más vendidos o de los más leídos o de la boca de los y las que están a la última. Seguro que habrán hablado en animada conversación en congresos, reuniones y pasillos con sus colegas. A lo mejor, pasaron una velada discutiendo sobre este o aquel aspecto con sus entornos más cercanos. Todo ello debe formar parte de su experiencia y de su comprensión. Pues la buena música y los buenos libretos cuentan, como ya se ha dicho, una historia. La del misterio humano al que los grandes se acercan para ver si pueden darle luz y del que casi siempre nos devuelven oscuridad. Y tanto al director musical como al director de escena les es dado el testigo para que nos cuenten el grado de luz u oscuridad que alcanzaron sus autores.

Es una cuestión de pudor, como dice Zeffirelli en el prólogo del libro Zeffirelli in Arena, (Franco Zeffirelli Srl, 2010) publicado con motivo del Festival de Verona de este año “[…] il mio è solo pudore, rigorosissimo, un pudore che aumenta più paisano gli anni”. El mismo pudor que aplican otros directores que a los ojos de los espectadores no parecen trabajar como Zeffirelli y entre los que se podría nombrar a Calixto Bieito, Bob Wilson, Robert Lepage, Peter Sellars o Jerôme Savary. Todos comparten un mismo objetivo. Que el espectador no hable tanto de la técnica vocal, ni de la orquesta, ni de la partitura, ni del decorado o de los trajes. Quieren que hable más de lo que ha vivido. De esa experiencia que los compositores escribieron pesando en el público, en compartir un conocimiento que debe entrar por los sentidos, y que como los montajes de Zeffirelli resultan irreductibles tanto a un comentario crítico como a un sesudo análisis técnico, pero también a esos balbuceos que normalmente compartimos los humanos. Esto sí es lo que hay que conservar de la ópera, como de cualquier arte, musical o no. Y hay que hacerlo con rigor y con pudor. Lo demás es ruido que no deja escuchar, entre otras cosas, las óperas, ni si quiera las llamadas “clásicas”, muchas de las que se escribieron hace ahora apenas 100 años.

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