Conciencia o la corrosión del carácter

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
Comienza la temporada del Teatro Real, con un “Boris Godunov” que apasiona en lo musical gracias a Hartmut Haenchen y decepciona y confunde en lo escénico gracias a la dirección de Johan Simons.

E20121004_boris-godunov-teatro-realmpieza con Boris Godunov de Musorgski la temporada de ópera en el Teatro Real; bueno, la temporada de teatro musical, lo anterior, el Moses und Aron de Schönberg, se hizo en formato concierto. Y vuelve la decepción hasta para los que no comparten la crítica de moderno que se le hace a Mortier. No se entiende lo que se ve en escena. Y no se entiende porque el director de escena, Johan Simons, tiene una idea que no se mantiene subida en el escenario. Porque el libreto y la música no hablan de la Rusia actual y, seguramente, tampoco de la Rusia en la que sucede la obra. Sólo hay que leer el texto aunque sea en los sobretítulos, incluso en este montaje, que se mezclan escenas de diferentes versiones, para darse cuenta de que el asunto está en otro lado.

No se sabe públicamente si el director musical, Hartmut Haenchen, intentó sacarle de su error o se dedicó a lo suyo. Más bien parece lo segundo pues la música y la orquesta sonaron como nunca mientras que lo que sucedía en escena iba por su lado no sea que se fueran a encontrar. Y las voces, que no llegaron al nivel de excelencia de la orquesta, tampoco estuvieron mal. Otra cosa es la parte actoral de los cantantes, que dejaba mucho que desear en general y en los protagonistas en particular. Pero claro, hay escenas, como la de poner a dormir a Marina sobre una mesa en presencia de los aristócratas, que sólo es posible que funcione con actrices de la talla de Meryl Streep, por poner un ejemplo que no tiene discusión. Y si nos ponemos a hablar de los biotipos pasa lo mismo. Siendo flagrante en el caso de Grirori, el falso Dimitri, más cercano en edad a Boris Godunov que de la edad que debería tener el zarévich asesinado, y esto es clave en la obra, para su verosimilitud y poder arrastrar el tema.

La confusión entre lo que se ve, se oye y se canta desorienta al público. Un público al que Rusia le pilla lejos, a pesar de los intentos gubernamentales por acercársela habida cuenta de que sus oligarcas, y las cortes y mafias que les siguen, dejan dinero, y mucho, en España. Destino exótico y muy atractivo para la población rusa incluso en tiempos de crisis. Por supuesto, los melómanos salen encantados. Cierran los ojos, real o figuradamente, y abren el oído. Felicidad completa. Si acaso, hacen una lectura superficial. Algo así como están hablando de la Rusia de Putin, de lo mala que es. ¿De verás? ¿Es la figura de Putin un ser torturado y amenazado por algún remordimiento? ¿Se muestra así al pueblo ruso y al mundo entero? ¿Es si quiera así la caricatura que todos tenemos de Putin? ¿Y la de Rusia? No, no lo son. No es la imagen que Putin proyecta. No se le ve ansioso, hasta el extremo de morirse de un infarto, con un pueblo revuelto al fondo.

Porque toda obra tiene una intención, un objetivo. Y claro que se puede traer al momento actual o, incluso, llevarla más allá a un futuro desconocido e incierto. No es una cuestión de que las mujeres lleven o no bolsos kellyes rosas y los hombres trajes grises y camisas blancas como ocurre en escena. No. Es una cuestión de comprensión de una obra. Y este montaje debería ser el paradigma de ello, más bien de la falta de ello. Con un director musical que lo clava y un director de escena que no sabe la materia con la que está trabajando. Tan pegado a la realidad ficticia de los noticieros y periódicos que le es imposible tomar distancia y poner inteligencia, fiel representante de los hombres y las mujeres contemporáneas que confunden información en tiempo real con conocimiento. Claro que se puede situar Boris Godunov en la Rusia actual, idea que seguramente no compartirán muchos de los aficionados que sólo admiten la tecnología escénica para hacer más brillante, si cabe, la ópera. Pero se le debe encontrar una clara justificación en la obra que se va a poner en escena, aunque, es mejor, encontrarle todas las justificaciones posibles. Si no, el desgaste al que se somete un equipo como el del Teatro Real, es tremendo. Necesitado de presentar un aparato teórico que leído sin mucho detenimiento se contradice a si mismo (ya pasó en este teatro con la Perséfone de Stravinsky de la temporada anterior y el trajín conceptual de la luz). Así va de la arquitectura constructivista a la detención de las Pussy Riot, pasando por la teoría teatral de Brecht y por el filósofo de moda, a derechas e izquierdas, de Mr. Slavoj Žižek. Una ensalada de la persona que lee sin criterio o sin formarse un criterio. Sin detenerse. Sin alejarse para poder mirar y pensar. Abatida por la vueltas y revueltas que ofrece la noticia, la novedad que no lo nuevo y el azar de la vida.

Y Boris Godunov no es otra cosa que la historia de un poderoso, un rey absoluto, con conciencia de lo que está mal, de lo que hizo mal, matar a un niño, al heredero de Iván El Terrible para conseguir el trono. Una conciencia que le pesa y no le deja tomar decisiones. Que acabará con él y con el pueblo, pues su conciencia no le deja gobernar. Un poderoso que se siente asustado porque es consciente. La obra es un espectáculo sobre cómo la conciencia corrompe el poder más poderoso frente a los otros poderosos, menos que Boris, que no tienen conciencia. Ni el falso Dimitri, ni la aristocrática Marina, ni Rangoni, el representante de la iglesia católica, ni Pimen, el patriarca de la iglesia ortodoxa, que no tiene ninguna duda de estar en posesión de la verdad y de la pena que esa verdad exige. Ni si quiera ese pueblo o barrio de Kromin, al que se disfraza de Pussy Riot, y se revuelve por una ambición, aunque sea por algo tan básico como comer. Ni ese loco, el pobre inconsciente, que suelta lo primero que se le ocurre sin ningún remordimiento de conciencia. De ahí la admiración de Boris por Chuiski, al que califica de “descarado embustero, astuto adulador, fingidor con apariencia de boyardo.” La música de Musorgski nos hace sonar esa conciencia y esa corrosión del caracter. La bella conciencia del que sabe que hizo y obró mal para conseguir lo que tiene. Mientras, el poder, el poder que atenaza, es un inconsciente. ¡Anda que no hay materia hoy en día para actualizar el Boris Godunov de Musorgsky!

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