Sentirse Stalin

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
Con dirección de escena de Martin Kusej y musical de Hartmut Haenchen, se presentó el pasado 2 de diciembre la nueva producción del Teatro Real, “Lady Macbeth de Mtsensk”, la segunda y última ópera escrita por Dmitri Shostakóvich basada en el relato homónimo de Nikolai Leskov.

E20111213_lady-macbeth-shostakovichs de sobra conocido que Lady Macbeth de Mtsensk fue la obra que hizo que Stalin llamara al orden y mantuviese vigilado y atemorizado a Shostakóvich. A Stalin no le gustó y se lo hizo saber y lo hizo saber. Era el momento de hacer un arte dirigido por y para el pueblo, popular y nacionalista. La fractura artística que este cambio produjo en la Rusia soviética se puede ver ahora mismo en La Casa Encendida de Madrid, en una sencilla pero magnífica exposición llamada “La Caballería Roja”. Exposición que esconde un pequeño afiche del estreno de la ópera por la que la mayor parte de los asistentes pasan sin darse cuenta. Es poco llamativo. La conclusión de esta historia es que uno debe ser un dictador para poder decir que no le gusta Shostakóvich. O un ingenuo o un ignorante. Solo con esta presión social de lo que está bien o lo que está mal se explica el aplauso general recibido por la obra en el Teatro Real.

Todo el mundo destaca la calidad de la música. Calidad que la orquesta tarda en mostrar en esta representación. Pues pasa mucho tiempo antes de que deje de sonar como un conjunto de instrumentos, en la que la percusión hace de las suyas, para sonar a música. Y, sí, entonces sí, es verdad que se escucha una música de rara belleza que, como ocurre con Pélleas et Mélisande, obra que se acaba de ver en el mismo escenario, no es ajena al canto. Una partitura en la que se puede oír mucha de la música popular, clásica o no, que ya estaba sonando entonces o que vendría después.

Sin embargo, el problema de la obra es de construcción. Pues esta es la historia de un rico comerciante, nuevo rico sin educación, depredador en todos los sentidos, también en el sexual. De su hijo, un joven educado, otra generación, casado con Katerina, la pobre que debido a su exuberancia sexual, no solo externa, le dé otra imagen, la imagen del macho que él no tiene. Y el sirviente, otra máquina sexual, que explota su único recurso para salir de la pobreza en la que por azar ha nacido. Es Katerina la protagonista de esta tragedia en la que un medio provinciano, donde a las mujeres se las reducía al ámbito doméstico y al reposo del guerrero, el sacerdote la casa con su amante, un sirviente, poco después de la muerte de su suegro y aunque no hay constancia de que su marido haya muerto. Ahora sería increíble, pero menos en aquellos tiempos. Cualquier director musical y director de escena tienen que lidiar con esta evidencia tan visible, así como con las múltiples escenas y el desequilibrio existente entre los cuatro actos, tanto en longitud como personajes o recursos necesarios y las largas transiciones musicales. No tenerlo en cuenta, como ocurre en este montaje, supone una falta de credibilidad y, lo peor, aburrir al público en general que se cuidará de decirlo. Ni quiere ser tachado de ingenuo, ni de ignorante y, mucho menos, con los tiempos que corren, de estalinista. Todo lo más, dirán que lo que ocurre en escena, violaciones, asesinatos, sexo explícito, es duro o muy fuerte.

Ese gran descuido, pequeño e insignificante o sin importancia para melómanos (pero que no debería serlo para los verdaderos amantes de la ópera y, mucho menos, para los artistas), desluce el gran trabajo de Eva-Maria Westbroek, quien se deja literalmente la piel en el personaje de Katerina Ismalova, la lady Macbeth del título. De físico rotundo a la manera rusa, que el canon actual de la Rusia de Putin ha abandonado en favor de la lánguida anorexia vampírica, aporta cuerpo y voz a un personaje que cómo camino a la libertad solo se le ofrece el engaño y el crimen. Y acerca a una extraña belleza esa pequeña aria que canta casi al final de la obra, cuya letra es la única que viene en el programa de mano, cuando el inhóspito medio de una cárcel en Siberia, se hace más inhóspito aún, al darse cuenta de su soledad que agita grandes olas negras.

Son, pues, los defectos de la obra a los que se añaden los errores de bulto del director de escena y del director musical, lo que hace que no haya sintonía entre lo que pasa en el escenario y lo que se escucha y que el público se aburra, como se aburrió Stalin, y le quede el triste consuelo de estar oyendo a Shostakóvich, convertido por su historia personal, acompañada de su excelencia musical, en uno de los paradigmas del mártir laico de la historia reciente del siglo XX. El aburrimiento oculta lo que debería ser el verdadero debate. La farsa de la libertad de Katerina que no es otra que la farsa de la libertad humana. Otra desgraciada libertad como la de las anteriores óperas programadas en el mismo teatro por Mortier que sigue siendo criticado por su perturbadora y disruptiva programación, cuando nunca ha tenido el Real un director artístico tan entregado en descubrir al público que la ópera no es solo música, por muy buena que esta sea técnicamente. Que el arte, el musical también, cuenta y canta más allá. Tal vez, el más allá que hizo reaccionar a Stalin y ver lo que un simple músico dotado podría llegar a hacer entender al público.

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