Alex Ross, en su reciente best-seller El ruido eterno, nos habla de Toru Takemitsu como un compositor que “no sintió ninguna necesidad de elegir entre lo dulce y lo áspero”. Esta dualidad –bastante vaga y un tanto simplificadora- me proporciona la ocasión para poner sobre el papel algunas reflexiones y cuestionamientos que, desde ya hace bastante tiempo, flotan perdidos entre alguna conexión neuronal y que no acaban de aflorar debidamente. La frase de Ross es clarificadora en su contenido si la observamos desde la superficie, es decir, desde una visión algo ingenua de la música llamada (o mal llamada) “contemporánea”. Además, la idea no se limita a tomar una perspectiva que involucre un análisis de cierto calado sobre la música del último siglo y pico, sino que lleva implícita la lógica de una visión crítica superficial del que escucha (o del que habla para quien escucha). Y esta distinción se revela como una de las claves importantes para entender el juego de opuestos de esa la simplificación estética formulada como lo dulce y lo áspero, con todas las connotaciones y derivaciones que pueden generarse a partir de esa forma –por cierto, tan querida por una parte del mundo anglosajón (y que tan estúpidamente hemos hecho nuestra en tantas ocasiones)- de dar valor al arte atendiendo al éxito y la popularidad. Por si fuera poco, a esta dualidad vienen a unirse –ocasionalmente y a veces de manera oportunista- una serie de relaciones paralelas que enturbian todavía más una concepción ya per se ciertamente difusa. Una de las tentaciones más frecuentes es la asociación de esta contraposición a otra, la de lo consonante y lo disonante o –yendo un poco más lejos todavía- ideas sobre lo simple y lo complejo. Y aquí debemos poner el freno, atar la bestia y dar marcha atrás, para no correr el riesgo de un desboque innecesario.
Volvamos pues a la idea de Ross. Uno de los problemas principales que plantea esta dualidad de lo dulce frente a lo áspero es precisamente que, por su extrema simpleza, se comprende fácilmente. Cualquiera puede entender a qué se refiere la frase de Ross, incluso con un conocimiento escaso o nulo de la obra de Takemitsu. Identificamos rápidamente esa máxima de dulzura en su implícita asociación a un discurso asimilable por cualquier oído, una tranquila escucha inmersa en la más sugerente y “moderna” expresión de la “belleza”. Y lo áspero… Aquí debemos situarnos en la cruda disonancia, en el tópico cinematográfico de los violines de Bernard Herrmann en Psicósis, y poner la mirada en casi medio siglo de música “incomprensible” para tantos. Hasta Stranvinsky expresó su queja en términos parecidos: “Parece que una vez que lo violento ha sido aceptado, lo afable, por su parte, deja de resultar tolerable”[1]. En esta falacia de opuestos aceptados por una mayoría sólo existe una respuesta posible: cuestionemos, a través de algún ejemplo sencillo, la verdad de esta situación dual, hagamos aflorar las inconsistencias de manera que los contrastes iniciales se vayan diluyendo como un azucarillo en el café.
Una buena forma de empezar sería preguntándonos por qué demonios cierta música contemporánea es de algún modo asociada por muchos oyentes a ese bando de lo dulce, cuando su punto de partida en absoluto atiende a los preceptos de donde parece emanar la expresión de marras. Un caso paradigmático es el de György Ligeti. Las superficies sonoras de las décadas de los 60 del siglo pasado, en las que fluyen sus entonces queridas micropolifonías, no asustan a nadie, es más, se puede decir que agradan. Si no dulces, al menos sí podemos decir que nunca fueron percibidas por el oyente como ásperas. ¿Y qué tiene Atmospheres o Lontano para que podamos pensar en una escucha plácida, asociada a esta difuminación que es el término dulce? Porque si medimos en términos interválicos (algo habitual en estos casos), disonantes son un rato… Entonces, ¿quizá un uso dinámico basado en la constante de lo progresivo, de la suavidad? ¿Las dunas mauritanas del Sahara son más dulces que las aristas del Cañón del Colorado y la riqueza cromática de sus estratos? ¿O es posible que el ocultamiento rítmico, que no permite aflorar las rudezas tímbricas, nos produzca esta consideración mórbida? ¿No son también superficies o masas sonoras en movimiento lo que se percibe en Metastasis de Xenakis, con una recepción muy distinta por una buena parte del público? Porque, si todo esto es así, la reformulación de lo dulce parece necesaria, para no llegar a la conclusión banal e inútil de que lo dulce es lo que no es lo áspero. Pero no se trata de hacer un análisis semántico de una terminología o de antiguas retóricas. A finales del siglo XVI las categorías de sabores básicos eran nueve: dulce, ácido, fuerte, acre, áspero, graso, amargo, insípido (que sería el equivalente al silencio en música) y salado. Luego, Lineo incorporó otros (astringente, viscoso, acuoso y nauseabundo), y más adelante el padre de la fisiología moderna Albrech von Haller añadió algunos más (espirituoso, aromático, úrico y pútrido), y después… ¿A dónde nos llevaría, en la música y a estas alturas de la película, la búsqueda analítica de una correlación metafórica de estas categorías? ¿Retomar ideas propias de retóricas ya ancestrales puede tener algún sentido ahora? No se trata de eso. El problema está más allá, más allá incluso del perjuicio que pueda resultar del intento de una clasificación cualitativa o del debate sobre si es posible o no encontrar alguna función útil a estas adjetivaciones de lo sonoro –fuera del mero uso práctico que, en algunas ocasiones, proporciona la convención-.
Pero no nos detengamos demasiado, continuemos observando… Situémonos en otro contexto, el de la música popular. Aquí lo que sucede es que la dicotomía se presenta con otra cara, pero en definitiva, parte de la misma simplificación. Por ejemplo, “guitarras ásperas” es hoy una descripción categórica muy habitual de un tipo de sonido que transita desde su origen en el hard rock a ese cluster un tanto informe de estilos que conocemos como indie, noise pop, grunge… Y si nos vamos al lado dulce, encontraremos una estremecedora ristra de asociaciones, a cual más cursi e insustancial, que no merece la pena siquiera recordar. A pesar de la simplificación, que emana habitualmente de la “crítica especializada”, pregúntese a cualquier vetusto rockero por el sonido de su venerado guitarrista y podrá comprobarse cuántos matices y sutilezas podemos sacar de lo áspero. ¿Tiene algo que ver el sonido de la Stratocaster de un Clapton y con la de un Hendrix?
Por tanto, parece posible concluir que no se trata de si nos encontramos en un contexto o en otro, sino de una laxitud en la matización, una alarmante falta de costumbre a la hora de observar la obra con una mínima profundidad, y una preocupante relajación en la búsqueda de relaciones que permita situar la obra desde una posición crítica realmente productiva. Ventilar de un plumazo toda una poética describiendo una propuesta como dulce o áspera es más que una simplificación, es una consecuencia de ir metiendo la música en una suerte de esquema diseñado en compartimentos estancos, una taxonomía probablemente práctica para los índices de materia de cualquier buscador web: “Arte y entretenimiento”, “Música clásica”, “Música experimental”… Si vamos a clasificar, optemos por la fórmula tesauro, que al menos nos permitirá establecer relaciones.
El público, ese gran desconocido
La crítica a la crítica ya está hecha y, por cierto, sin necesidad de ir más allá que poner de relieve una obviedad de nuestro tiempo, al margen de si el crítico es Ross u otro cualquiera. Sin embargo queda pendiente ahora una reflexión de mayor enjundia, la que implica a ese tópico que calificamos –igualmente con extremada simplificación- como “oyente”, “público” o “espectador”. En este terreno se hace necesaria la precaución, que uno no es filósofo, ni semiólogo, ni sociólogo o psicoanalista, por lo que me limitaré a dar una opinión, sin nada que pueda interpretarse como un intento de sentar bases teóricas y mucho menos pretender convencer a nadie. Me limitaré a exponer una percepción, de la manera más ordenada posible, aunque dudo que el orden sea siquiera útil en una divagación tan escurridiza como esta.
El público… Esa figura de imposible acotación que se supone debe estar siempre presente en la mente del compositor al enfrentarse al papel pautado. En esta todavía incómoda digestión de las vanguardias de mediados del pasado siglo, el creador actual quiere recuperar al público perdido en la inmensidad del espacio sonoro (hasta el más áspero o excéntrico, no seamos hipócritas, conserva en lo más recóndito de sus deseos esta necesidad). Las fórmulas son vagas, poco consistentes y a menudo apelan a un pensamiento ya lejano, más propio de la herencia romantica que de las promesas que lanzó la postmodernidad. Simplificación de elementos, retorno remozado a una dialéctica de lo melódico, alusión constante –casi enfermiza- a “músicas” conocidas, lugares comunes en los que el oyente supuestamente transita sin problemas, mezcolanzas difíciles de calificar (como si la mezcla fuera una propiedad corporal de nuestro tiempo, como si hubiéramos inventado el mestizaje…). Y entonces, una vez que hemos construido nuestro artefacto sonoro, con todos los ingredientes de la fórmula mágica que nos permitirá atraernos la atención del público y epatarlo, llega el batacazo, el soberbio leñazo. Todo este tiempo en la cocina y… ¡no responden! ¿Qué demonios ha ocurrido?
Bien, la lógica parece conducir a una respuesta sencilla y que elimina de un plumazo la incógnita: no hay fórmulas mágicas, no existen procedimientos seguros en la creación; el arte parece seguir siendo arte, por mucho que intentemos aplicar el método científico para intentar explicarnos cómo funciona el engranaje de los sentimientos, de la lógica, de la apreciación o de la percepción cuando lo confrontamos con el objeto artístico. El bagaje cultural del individuo sigue siendo la clave indescifrable, imposible de medir con nuestros todavía pobres conocimientos al respecto y probablemente inviable a medio plazo. Así, encontramos que lo áspero, en los oídos de un público no docto, se transforma mágicamente en dulce, debido a no se sabe qué alquimia formal, textural o tímbrica (el trabajo volcado en el color es muchas veces el “culpable” de este fenómeno). Y que lo que el autor ha concebido como ineludiblemente dulce (incluso cuando no se alcanza la categoría de pastel), podría percibirse como ajeno –por tanto, áspero- a ese conglomerado que compone el espacio sonoro de la obra. Y entonces la dicotomía se pone definitivamente en evidencia (de su inutilidad como “sistema” taxonómico ya he hablado antes), fortaleciendo sin remedio la idea de que es necesario apelar a estratos de mayor profundidad para el juicio estético.
Pero esto no es nuevo. Resulta imposible demostrar que las retóricas musicales hayan tenido una efectividad real. Fuera de los logros que en la mecánica compositiva hayan podido producir (esto es otra cuestión), desconocemos cómo actuaban en el oyente de cada época, incluso en el contexto de convenciones que –por ejemplo- se daba en la música concebida para el culto religioso. ¿Cómo podríamos entonces hablar de lo dulce o lo áspero en un contexto en el que el lenguaje se construye en cada obra, donde las reglas de juego no son claramente compartidas desde una convencion previa?
Las dualidades se disolvieron hace décadas, dejando un rastro melancólico de incertidumbre, y sólo se apela a ellas cuando la confusión o el desconocimiento hacen imposible el análisis (o cuando, en este análisis, nos conformamos con rozar la superficie). Pero no debemos perder de vista que las taxonomías simplistas son el vehículo con el que el mercado intenta convencernos de que algo está concebido para nosotros, que podemos identificarnos con el objeto artístico por el mero hecho de que nos pertenece por un supuesto origen identitario común. Y esto, en el arte, no es así, y mucho menos en el contemporáneo. Porque el punto de partida del artista no es ni podrá ser nunca ese presupuesto. Como ya escribió Antonin Artaud en 1946, “Cuando escribo sólo existe lo que escribo. Aquello que he sentido como diferente, que no he podido decir y que se me ha escapado, son ideas o un verbo robado, y que destruiré para reemplazarlo por otra cosa.” Seguramente el misterio seguirá existiendo siempre, y lo dulce y lo áspero seguirán conviviendo en el magma musical sin que podamos aprehender sus límites. Afortunadamente.
NOTAS
[1] La carta en la que se encuentra esta frase fue escrita después de que Stravinsky conociera la oposición activa, en forma de abucheos, que Boulez y otros músicos habían expresado en París durante la interpretación en 1945 de sus Danses concertantes y Four Norwegian Moods.
Etiquetas:Composición, Contemporánea, Estética, Retórica
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