¿Qué se puede decir de un libro del que se ha dicho todo, al menos en los suplementos culturales de los mass media? Escucha esto, el nuevo libro de Alex Ross, el crÃtico musical de The New York Times, ha sido acogido con entusiasmo por todos los suplementos de los medios masivos, al menos en España. Apreciado por ser una muestra más de esa fusión y respeto a la diversidad de la que hace gala la sociedad actual y aparentemente moderna. SerÃa una error despreciarlo o no apreciarlo a causa de esta popularidad. Pues, al igual que El resto es ruido, el libro anterior del mismo autor, no hacen más que confirmar que el interés por la música es mayor del que se piensa. Incluso de lo que piensa Alex Ross, que cuenta en el libro como las personas cultivadas de su entorno no se pierden un estreno teatral, cinematográfico o exposición de qualité y, sin embargo, no se les cae la cara de vergüenza cuando reconocen que no han pisado una sala de conciertos o un teatro de ópera en sus vidas. Personas que tienen un nivel de información musical mayor al que tiene la media.
Sin duda son los aspectos sociológicos de las reflexiones de este autor los que escandalizan al mundo culto musical y más a los musicólogos. Ven en este libro un abaratamiento. Pues no se puede ofrecer un estudio al estilo norteamericano, un paper incluido como artÃculo en el libro, con el objetivo de mostrar que la música de la chacona, un desvergonzado baile colonial español, se ha convertido en el ADN musical y llegar a Ligeti, compositor que inspiró dicho paper, para continuar con el blues y acabar con Led Zeppelin.
Y eso que el autor, que estudió y se graduó en composición musical antes que en periodismo, también da en el libro alimento a los técnicos ortodoxos de la música. Con breves descripciones de partituras o de técnica musical para justificar la calidad de las obras, para aquellos para los que la técnica está antes que lo verdaderamente humano, lo imperfecto, que habitualmente desprecian de una manera tan sutil que se les confunde con sabios. Olvidan quienes los escuchan que esa defensa y aplicación de la técnica trajo consigo muchos males en el pasado siglo XX, muchas censuras, la necesidad de separar lo puro de lo impuro. Son esos tecnócratas, los mismos que favorecen la huida de músicos consagrados a ese campamento del campus de Marlboro en Estados Unidos. El refugio, lo llama el autor. Músicos que gracias a su fama podrÃan pasarse el verano de festival en festival, forrándose. Viviendo en hoteles de lujo a cargo de las organizaciones que les contratan de forma habitual, en vez de compartir cuarto con otros músicos como ellos y disfrutar de un más que precario desayuno de rancho o de tener que servir mesas como uno más. Como uno de los alumnos. Un campus en busca de lo que el autor llama la musicalidad. Lo que seguramente es la búsqueda de lo puramente humano. La humanidad musical que no es patrimonio ni de la alta ni de la baja cultura. Ni de un tipo de música o de otra. Y que ninguna técnica da, por muy virtuoso que se sea. Pues, por muy grande que sea la música, es superficialmente sencilla (la pianista Uchida, dixit).
Y en esta búsqueda de lo humano, recuerda Alex Ross, en el capÃtulo que dedica a Verdi, artÃculo que escribió con motivo de los cien años de su muerte, la preferencia de este compositor por cantantes, que lejos de tener voces perfectas y bellÃsimas, se comprometieran con el drama. Que es lo mismo que decir, comprometerse con lo que cuentan, comprometerse con la vida, con lo que surge y muere con ella.
Compromiso humano y con los humanos. Los iguales. Esa es la lÃnea que va uniendo los capÃtulos. En lo que lo mismo da que se hable de Björk o de Radiohead. De Esa-Pekka Salonen (del que cuenta que escucha a Shakira en el gimnasio) o de Mozart (al que su padre recrimina y recuerda la necesidad de ser práctico en la vida). De John Luther Adams, en la descripción del libro, más un vaquero trasplantado a Alaska que un moderno compositor que transforma las fuerzas de la naturaleza en sonidos y luz, o de Brahms, al que al autor le gustarÃa oÃr en el momento de su muerte. De los miles de jóvenes chinos que llenan conservatorios, ávidos de la fama que da el pop, o de los chicos de los deprimidos suburbios americanos, donde la música supone algo más que un fenómeno cultural, un territorio fuera de la deshumanizada sordidez que les rodea. Ambos, poniendo de manifiesto que todavÃa existe posibilidad para la emoción espontánea que se produce en la vida frente a la música. Que crece escuchando a Berlioz en el atractivo auditorio de PekÃn con forma de huevo, a pesar de su mala acústica, o en un concierto de Bob Dylan, cuya música siempre cambia como corresponde a una composición escrita en cursiva. De un John Cage, que compone silencio para que se oiga la música de la vida que ocupa la Sexta Avenida, siempre distinta, o de Schubert, pura contradicción.
Todos ellos han compuesto en un sitio, en un lugar, en un tiempo, en unas circunstancias determinadas. Sin embargo, producen emoción y conversaciones más allá de cuándo y dónde se crearon. Ahora que la reproducción con aparatos que caben en un bolsillo o en una mano permiten a la música a travesar el tiempo y el espacio. OÃr la Heroica de Beethoven dirigida por Leonard Berstein, ambos muertos, justo antes o después de Sonic Youth. Escuchar a Kurt Cobain, también muerto, sin solución de continuidad tras una sinfonÃa de Mahler, otro cadáver. Y, por supuesto, apagar el aparato que emite esa música y comprobar como la experiencia desaparece para introducirse en esa reserva de ruido que es el silencio. Donde se encontrará la nueva música que nos dejará perplejos, ya no solo en una sala de conciertos. Ya no. Escuchar el silencio. Escuchar en silencio. Escucha esto, lee esto. El ruido eterno de lo humano.
Referencias
- Microsite de Escucha Esto (en español)
- Blog de Alex Ross (incluye selecciones musicales capÃtulo a capÃtulo) (en inglés)
- Lista de reproducción de Escucha esto en Spotify
- Playlist de Escucha esto en iTunes realizada por el autor
Etiquetas:Estética, Música popular, PolÃtica educativa
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