Y ahora, y aquí, estamos nosotros

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
El austero montaje que Carsen ha hecho de “Iphigénie en Tauride” de Gluck para el Teatro Real de Mortier da pie a una reflexión sobre el papel que deberían jugar los clásicos para el público contemporáneo.

E20110131_iphigenie-tauride-teatro-reals un hecho que hay que recordar: todo lo que sucede hoy es contemporáneo. La Iphigénie en Tauride que se ha visto en el Teatro Real, también. Aunque la escribiese Gluck en el siglo XVIII. Sube el telón, suena la orquesta, se hace la luz y allí está al completo. Enfrente del espectador o la espectadora que haya tenido el dinero y, en muchos casos, la suerte para conseguir una de las poco abundantes entradas con buena visibilidad que hay en el Teatro Real.

Es importante remarcar lo de la contemporaneidad. El interés actual que esta obra está suscitando entre los más variados teatros de ópera del mundo y directores de escena y musicales no puede estar basado en un dato histórico, en una anécdota. Ni siquiera cuando es tan importante, como que su éxito al estrenarse cambió la forma en la que se hacía y la manera en la que se disfrutaba de la ópera. Eso no es suficiente para que una obra artística persista y funcione una temporada tras otra fuera de los ámbitos académicos o de amateurs eruditos. Ámbitos en los que muchas veces se confunde erudición con comprensión o, simplemente, con disfrute. Ámbitos que niegan la posibilidad de disfrute a quienes no poseen esos datos. A aquellos que se sientan y, simplemente, usan sus sentidos y su pensamiento para disfrutar, alimentados para bien o para mal por lo que ha sido su vida. Pues los teatros, ni siquiera los de ópera, son universidades, academias o lugares de estudio para el común de los mortales, lo que no significa que no sean lugares de aprendizaje, de experiencia y de comprensión del mundo y, sobre todo, si la obra es grande, conocimiento de uno mismo.

Esta Iphigénie en Tauride parece montada, tocada y cantada para agrandar ese conocimiento limitado que hoy cualquiera tiene del mundo y de sí mismo. La decoración es mínima. Muchas personas dirían que nula. Cuatro paredes de pizarra crean un mundo opresivo en el que solo suceden leves variaciones de luz, como los días, y, a penas, unas palabras, realmente unos símbolos, nombres propios pintados con tiza, cuando no con agua, en las paredes y en el suelo que se borran y evaporan en el tiempo fácilmente: Ifigenia, Clitemnestra, Agamenón, Orestes. Una familia que está entre las cuatro paredes de su historia familiar. Y entre las cuatro paredes de un espacio público construido sobre la base de la guerra, la superstición, el convencimiento del rey de Táuride de que será asesinado por un extranjero, y el deseo caprichoso de los dioses que solicitan sacrificios humanos para su mayor gloria. Y en sordina una guerra por las imágenes robadas de la diosa Diana.

Desea Ifigenia saber qué ha sido de su familia. La familia que la ofrendó a la diosa Diana para buscar protección. Y en ese deseo de saber duda de ella misma. Duda del papel que le ha sido otorgado, sacrificadora oficial de un reino al que no pertenece, Duda de la opresión y de la necesidad de la guerra. Movida por el deseo de comprensión, de situarse en el mundo, se pone en riesgo de perder la propia historia, la que cada persona se construye para poder sobrevivir en un terreno hostil, como es Táuride, donde la muerte del otro, la anulación del extranjero, se ofrece como la salvación de uno mismo. Donde se asume el pasado familiar como historia propia que uno está obligado a repetir. Una cadena de muertes gracias a una cadena de asesinatos.

Sólo cuerpos, música y voces son necesarios para escenificar esta historia y que se entienda. Carsen, mostrándonos una vez más su inteligencia teatral, define una escenografía donde los cantantes, el coro, los bailarines y los figurantes son parte integrante de la misma con sus cuerpos, sus movimientos, sus voces. Y Hengelbrok, el director musical, se entusiasma y entusiasma a la orquesta y hace que la música sea un elemento escenográfico. Y juntos animan al elenco hasta hacer andar a Orestes por las paredes mientras canta. Porque como seres humanos somos eso, carne que se mueve, siente, piensa, habla y canta en espacios vacíos que solo nosotros podemos y sabemos llenar. A veces de estupidez, a veces de sabiduría.

Al final se hace la luz. Se amplían los horizontes que delimitaban las paredes de pizarra. La superstición, el mito, la opresión, la guerra acaban, y con ellas el desconocimiento. Ifigenia, Orestes, su hermano, y Pílades el mejor amigo de su hermano, salen de escena hacia esa luz blanca y cegadora que rodea la opresiva Táuride. El público del Real aplaude al unísono de manera sincera y entusiasta cuando acaba la representación antes de que el inconsciente les avise, y traicione, y les haga parar el aplauso. Están aceptando la propuesta de Mortier. Les está ganando y, al igual que Ifigenia, están comenzando una senda de conocimiento que no va contra la tradición, sino que comienza con el cuestionamiento de esa tradición, de su costumbre. Conocimiento que posiblemente sólo es y será el resultado de ese cuestionamiento.

Nombres de tiza se pintan en las paredes de pizarra. Las mismas manos que los pintaron los borran con agua que empapa un paño húmedo. El agua que arrastra los símbolos y lo que significan, pero no lo que enseñan hoy y ahora. Se puede ser como el rey de Táuride y resistirse al cambio, al conocimiento, al aprendizaje y, a pesar de sus sacrificios y precauciones, perder el favor de los dioses y acabar muerto. Es duro enfrentarse a uno mismo y descubrir que lo que se acepta como nuestra naturaleza, no lo es. Aunque pudo ser de otros, de nuestros antepasados, que ya no están presentes y que no deberían seguir rigiendo nuestras vidas ni nuestras experiencias contemporáneas.

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