Cuando uno asiste a una representación como la que se puede ver estos días de noviembre y diciembre de 2010 en el Teatro Real, caben dos posturas. Una de ellas es pensar que el material de partida es realmente malo. En este caso el material de partida es Der Rosenkavalier del Strauss de Salomé y del Hofmannsthal de La carta a Lord Chandos. Por lo que esta hipótesis de trabajo empieza a flojear. La otra es que todos los mediadores que intervienen hasta hacérsela llegar al espectador no tuviesen capacidad. Sin embargo, aunque no estamos hablando de figuras culturales como las anteriores, sus biografías tampoco se quedan cortas. El caso es que el público rebulle en la butaca, se aburre, abandona la sala sin importar el precio que haya pagado por la entrada y alguna que otra mujer llora emocionada en el dueto final donde los jóvenes amantes se declaran sagrado amor eterno mientras la Mariscala renuncia a su joven amante. Alguien podría decir que también puede ser problema de la audiencia. La verdad es que las noticias y conversaciones repetidas sobre la crisis, el paro, nuestro dinero y el tiempo que chorrean sobre los espectadores tampoco mueven a la alegría. Aunque en un teatro lleno, en el que la entrada más barata vale unos 45 euros y la más cara unos 250, no parece que se trate de un público al que le vaya mal en la situación actual.
Lo cierto es que cualquier persona que se sentase a ver la representación sin noticia alguna de la misma y confiando en los subtítulos, se quedaría apabullada al ver a dos mujeres que acaban de pasar una noche de pasión, por lo que cantan y por la actitud cariñosa, en una habitación de lo que podría ser para el imaginario del común de los mortales un palacio vienés o austriaco. Apabullada porque no esperaría un tratamiento tan directo y libre del tema del lesbianismo en una obra de aquella época y musicada por el brillante Strauss, en el mismo sentido que hoy en día se diría que Mario Vargas Llosa es brillante.
Sí, el joven Octavian, amante de la Mariscala y enamorado posteriormente de la joven hija de un rico burgués es, como se pide en la partitura, una mezzosoprano. Ninguna crítica a la elección de la voz. Pero muchas, muchísimas a la elección de la cantante. Es una mujer y se mueve como una mujer. La verosimilitud de la obra se va al traste. La cantante que encarna a Octavian ni tiene presencia para ser los desvelos de la Mariscala ni para enamorar “a primera vista” a la pánfila hija del rico burgués. Y tampoco el vestuario ayuda. Ni los retruécanos de la obra. Una mujer que hace de hombre y, que en diversas partes de la trama, tiene que hacer de hombre disfrazado de mujer. Esto suele pasar cuando la elección se basa únicamente en la voz. Porque Octavian es Joyce DiDonato. Hay que estar en contra de la tiranía innecesaria de los directores de escena. Pero también, de la tiranía innecesaria de los directores musicales y de los amantes de la música. Decir o cantar un texto bien en una ópera, significa saber actuarlo bien, darle cuerpo. La ópera es teatro musical. No, no todo se consigue con la osadía de que la Joyce, ya tiene la categoría en el mundo operístico para tener el ‘la’, bese, toquetee y se ponga a horcajadas sobre su compañera de reparto, Anne Schwanewilms. No tiene la presencia necesaria para enamorar a la experimentada Mariscala, ni deslumbrar a una niña como Sophie. Igual que Ofelia Sala, la que hace de Sophie, no tiene la presencia para enamorar a primera vista, aunque su voz sí.
Esa cortedad de miras hace que la ópera, la que nuestra cultura identifica como el teatro musical de calidad frente al teatro musical popular y de clase media que llena en el Broadway neoyorkino, en el West End londinense o en la Gran Vía madrileña, se aleje de los públicos actuales como alma que lleva el diablo.
Esa cortedad de miras hace que el público entendido acuda a escuchar a Strauss y no entienda el vodevil que junto a Hofmannsthal le han montado. Porque ese es el género de la historia. Un viejo aristócrata, el barón Ochs, se promete a Sophie, la joven hija de un rico burgués con el objetivo de beneficiarse de su fortuna. La joven, como era de esperar, se enamora de Octavian, el joven y lejano primo del barón al que se le ha mandado con el regalo de pedida, una rosa de plata. La rosa del título. A su vez, Octavian era el amante de la Mariscala, una mujer ya mayor, prima del barón y de Octavian, y quien convence al barón de que Octavian debía llevar la rosa de plata. Y, por si fuera poco el embrollo, Ochs está enamorado de la que él cree que es la camarera de la Mariscala, cuando en verdad no es otra que Octavian disfrazado de mujer, única forma que encontró este de justificar su presencia en el dormitorio de la Mariscala cuando recibe la visita inesperada de Ochs.
De nada sirve el sorprendente escenario de espejos ideado por Wernicke, lleno de puertas por las que entrar y salir. Un sistema que permite, mediante reflejos, recrear espacios y fragmentarlos, también utilizado para que los asistentes al espectáculo, mejor dicho su reflejo, ocupen el escenario. Tampoco sirve el esfuerzo de Franz Hawlata por acercar su personaje, el barón Ochs, a la buena comedia buffa. Todo es inútil. En esta ópera cómica no se oye una risa entre el público por leve que fuera. Se está como en misa y no como en un salón en el que nunca dejaran de sonar los alegres valses vieneses y donde fueran cambiando las parejas, como en los azarosos juegos del amor.
Al final, como ya se ha dicho, no hay risas pero sí llantos. Lloran algunas mujeres desconsoladas. Dan hipidos en silencio mientras sujetan el rimel con pañuelos de papel. No sabemos si por el triunfo del amor entre los jóvenes o por la renuncia consciente y triste de la Mariscala a ese galán que debe ser Octavian, renuncia que tan solo anuncia nuevas aventuras para ella. Aunque lo triste es que se esté dispuesto a llorar, pero no a reír. Y esa predisposición a la risa que está en el original como recuerdan Stefano Russomanno y Joseph Casals en el libreto editado por el propio Teatro Real ¿dónde se ha quedado? Allí donde se perdió lo que esta obra exige a gritos: teatro, puro teatro si se quiere que se escuche a Hofmannsthal y a Strauss y no la calidad de la voz de unos cantantes o de los instrumentos de una orquesta. Si se quiere que, en definitiva, la ópera se instale en el espacio público. Y no el público de ópera en un teatro. O, lo que sería peor, en un escenario, como hace Wernicke con sus espejos.
Referencias
- Der Rosenkavalier – Página del Teatro Real (en español)
- Vídeos en el canal del Teatro Real en You Tube (en español)
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