Músicos contra la piratería o el arte de hacer negocios…

Músicos y otros profesionales de la llamada “industria musical” se concentraron ayer día 1 de diciembre frente al Ministerio de Industria, Comercio y Turismo para exigir a Miguel Sebastián soluciones contra la piratería.

A20091202_musicos-contra-pirateriayer “los músicos” salieron a la calle. Y no iban sólos. Frente al Ministerio de Industria, Turismo y Comercio se reunieron productores, distribuidores, mánagers y demás trabajadores de la industria discográfica para exigir al ministro Sebastián una solución a sus problemas derivados de las descargas ilegales por internet. Como en otras protestas anteriores, un Manifiesto acompañaba la iniciativa, esta vez con el lema “La música es cultura, la música es empleo”. Las apocalípticas y beligerantes consignas y declaraciones (“El ladrón anda a sus anchas”, “Para hundirnos haga click aquí: download”, “Nosotros sí aportamos PIB”, “En cinco años no habrá canciones ni música”, “Si tienes bemoles, no toques los derechos”…) se centraban más en la reivindicación como colectivo trabajador, intentando diluir cierta asimilación al concepto de “vagos y maleantes” que algunos medios adscritos a una tendencia política muy localizada dejan caer desde hace algún tiempo. Sin embargo, a pesar de que según los propios convocantes el sector está formado por más de 100.000 personas, sólo asistieron al acto 2.500, algo curioso, teniendo en cuenta las declaraciones de la cantante Rosario, lamentando la situación altamente precaria de algunos trabajadores y sus familias…

Antes de continuar, debo decir que escribo este artículo desde una posición como autor y socio de la SGAE, por tanto, como parte supuestamente implicada (se entenderá después el porqué del “supuestamente”). Creo esta aclaración pertinente porque resulta poco habitual encontrar opinión sobre el más que delicado tema de la piratería en internet por parte de los autores de la mal llamada “música contemporánea”, apartados de la polémica en gran parte debido a la lógica del mercado, poco o nada preocupado por una parcela sin presencia en las cuentas de resultados.

Y es que no deja de sorprender la grosera y grotesca acaparación por una parte -desde luego, la más numerosa- de los profesionales de la música (no diré “artistas”, calificativo que ni me corresponde dar, ni creo que ellos estén en condiciones de atribuirse) sobre terminología y otros aspectos de la actividad musical. Incluso hubo “minuto de silencio por la música” (un ejemplo que presumimos conveniente aplicar, extendido, a la música de algunos de los asistentes). En este país da la impresión de que “los músicos” son aquellos que cotizan en bolsa a través de los sellos discográficos que los cobijan. Más allá, sólo hay invisibilidad. Mientras que en Alemania, cuando se habla de Musik, generalmente se entiende que nos estamos refiriendo al amplio torrente del arte musical que va desde la Grecia clásica hasta, al menos, lo que entendemos por música contemporánea, nuestra visión popular del término Música es cada vez más raquítico, siempre condicionado por los índices de audiencia televisivos de una música comercial que no deja de representar -desde cualquier mirada objetiva- una porción ridícula en la historia. De este modo, su abordaje analítico debería tener siempre en un primer plano el aspecto sociológico o socioeconómico, para evitar la banalización de un enfoque estético superficial y errado (¿dónde te escondes, Th. W. Adorno?). Quizá es el momento de fomentar el uso del adjetivo calificativo…

Pero algo diferenciaba la reunión de ayer. Fue una puesta en escena que debía disipar dudas sobre qué es un músico en nuestro país y para qué sirve, quiénes forman verdaderamente “el sector” y son afectados por la lacra. Así, encabezado por lo más preciado de la progresía (eso sí, junto a Chenoas, Davides de María y otras figuras de similar pelaje), había por fin que demostrar, de manera rotunda, que una filiación ideológica inscrita en la izquierda -en ocasiones con visos cercanos al radicalismo de salón- no está reñida con la mecánica capitalista que nos rodea. Resulta evidente que la piratería es un delito (si no, no se llamaría así…). Nadie puede, en su sano juicio, pensar que algo que está legalmente comercializado y que tiene un precio puede tomarse sin más, por el mero hecho de que existan unas posibilidades tecnológicas que lo hacen posible.

Pero luego están los matices… Y, sobre todo, el análisis de lo que se reivindica, los términos en los que se hace y quiénes enarbolan las banderas. Porque hay aspectos que no se pueden dejar al margen, como un cuestionable canon basado en la sospecha de que el ciudadano es pirata por naturaleza o quién se esconde realmente detrás del desconsolado sollozo del autor o intérprete, que generalmente percibe una porción ridícula de las ganancias del CD y que sin otras vías de subsistencia (véanse conciertos, publicidad, docencia, etc.) no podría mantener económicamente su actividad. La posición esclerótica -por su ausencia casi total de propuestas novedosas- de la llamada “industria musical” y la bomba de relojería que supone el enfrentamiento de ésta con el ciudadano-cliente, producirá, más tarde o más temprano, la ruptura de la cuerda. Y difícilmente una política represiva, fundamentada en el impuesto indiscriminado o en la retirada de la línea ADSL, solucionará el problema. El pirata de verdad seguirá siéndolo, y está demostrada su eficacia para encontrar agujeros en el sistema que le permitan minarlo. Siempre es enriquecedor hablar desde las relaciones conceptuales (al fin y al cabo así funciona nuestra red neuronal). Y en este conflicto podemos hacer comparaciones que, con su justa puesta en distancia, nos ayuden a ver con más claridad. Por ejemplo, de siempre está ahí el debate sobre la legalización de la droga, con sus partidarios que aseguran la desaparición del traficante… O la candente actualidad del papel del intermediario en la comercialización de productos agrícolas… O las asombrosas y originales propuestas de algunas inmoviliarias, regalando coches, viajes e incluso trabajo a quien adquiera sus pisos. Y, por supuesto, las experiencias directas (por fortuna cada vez más numerosas) de aquellos que deciden ofrecer gratuidad en la descarga a cambio de obtener el beneficio por otro lado, a base de ingenio o de un producto que aporta un plus en cantidad o calidad (véanse making off, ensayos, libreto de lujo, etc.). En definitiva -en un alarde de reinterpretación del Mayo del 68 francés, convenientemente adaptado a nuestra aposentada y neoburguesa sociedad- podríamos volver a gritar la imaginación al poder, esta vez dirigido a esa autodenominada “industria” que se deshace en quejas de inacción hacia los poderes públicos.

Sin duda, desde la parte reivindicante se podrá alegar que quiénes somos nosotros para poner puntos sobre íes, los autores e intérpretes de una música destinada a élites, que no vende una rosca (ni en consecuencia se la come) y por tanto no pueden ser considerados como parte de esa perjudicada “industria”. Pues sí, ciertamente somos esa rara avis que habita bajo Bisbal, ajena al inexcrutable mercado, como realidad oculta de alta impermeabilidad. Y ahí quizá esté la clave. Precisamente por no pertenecer al conglomerado industrial y a sus ramificaciones mediáticas, por no ser parte claramente perjudicada o beneficiaria del tinglado comercial en torno al cual se plantea el problema de la piratería, es por lo que precisamente la voz puede tener mayor objetividad. Sólo queda alzarla y esperar a que llegue algún eco, si es posible en forma de multifónico, que permita observar una diversidad de opinión siempre enriquecedora.

Y un añadido final: lo más positivo de la manifestación de ayer es que se desarrollase en torno al Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, y no al de Cultura. De este modo quizá “el sector” vaya definiendo sus contornos y el sustantivo sirva para algo.

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