El mundo cambia muy deprisa y en aceleración constante, lo que suele dar al traste con cualquier atisbo de reflexión, análisis o debate, y nos sumerge en una inacción peligrosa que le va al pelo a aquellos que propician o tienen intereses en que se produzcan las grandes transformaciones. Porque resulta más efectivo dar el leñazo sin que la vÃctima sepa por dónde le ha venido ni pueda protegerse con las manos. Pero no nos engañemos, todo lo que se nos viene encima no está sólo motivado por una crisis económica de calado que obligue a cambiar ciertos hábitos o maneras de hacer. El problema es que se está intentando que se perciba como inapelable la idea de un cambio mucho más profundo, el que ventila de uno o un par de plumazos el grueso de ese “estado del bienestar” que Europa ha venido labrando desde la Segunda Guerra Mundial, y que ahora se cuestiona desde casi cualquier posición polÃtica.
El arte contemporáneo, y en concreto su vertiente musical, obviamente no escapa a toda esta convulsión económica y polÃtica, que tiene a la crisis como excusa más socorrida. Esto ya lo hemos percibido y ahora empezamos a sufrirlo en una dimensión que cada vez tendrá un horizonte más difuso. Uno de los aspectos más importantes que el tan traÃdo y llevado “estado del bienestar” aporta a la cultura es la mediación del Estado, entendida ésta como forma de establecer un equilibrio -más o menos efectivo en la práctica- entre lo que se mueve en el entorno del mercado y lo que necesita de otros apoyos para llegar al ciudadano. Este mecanismo hace más fácil conjurar la falacia consustancial al primero y que se nos quiere imponer a toda costa: la de que la calidad se puede medir en términos de popularidad y éxito, y que lo minoritario en realidad se vertebra en torno a presupuestos ajenos a la sociedad y al tiempo en el que se produce. Pero estamos ante un ataque verdaderamente nocivo y brutal para cualquier planteamiento que se fundamente en la búsqueda de ese equilibrio. El Estado es cada vez más raquÃtico y, por lo que se percibe, cada vez lo será más. Para nuestros gobernantes y polÃticos la cultura ya sólo se escribe con letra minúscula, cuando no se concibe en términos de  ”industria cultural”, que en definitiva no es otra cosa que reconocer un fracaso colectivo (se supone que el Estado somos todos…) y una triste capitulación en favor de ese mercado cuya naturaleza nunca va a atender a otra cosa que al beneficio económico, su razón de ser y existir.
Y en estas estamos, viéndolas venir y sin saber muy bien qué se puede hacer para “salvar” eso que hemos venido en llamar “música contemporánea”, con todas sus ramificaciones, vÃnculos y denominaciones. Sin embargo, lo primero que seguramente deberÃamos hacer todos aquellos que de una u otra forma trabajamos en el ámbito de la creación musical (y desde luego, no sólo los compositores) es ser conscientes, de una vez por todas, de nuestras evidentes debilidades y nuestras hipotéticas fortalezas. Y articular soluciones realistas, huyendo de toda melancolÃa y añoranza hacia tiempos mejores (si alguna vez los hubo realmente); pensar rápido y actuar, porque estamos en un tiempo que no admite reacciones perezosas, ni sesudas disquisiciones. Pero, ¿qué postura puede tomarse en una situación en la que cada vez cuenta menos el arte  inconformista con los presupuestos que maneja el mercado?
Para empezar, permanece intacto lo esencial, que en definitiva es lo que sabemos hacer: la propia creación como eficaz vehÃculo demostrativo de la función social que el arte tiene. Si la actividad de autores e intérpretes no logra mostrarse, estaremos haciendo fuerte la idea de que no existe y de que no cumple ningún papel en el mundo, por lo que su existencia acabará siendo realmente cuestionable. Pero la buena voluntad no es suficiente, hacen falta recursos y altavoces. Y éstos se suponÃa que tenÃan que estar cubiertos por ese Estado equilibrador que se nos presentaba como obligado a velar por los intereses que la a menudo miope visión de lo estrictamente comercial no atiende o simplemente ignora. Sin embargo, todos sabemos y reconocemos que en España esto nunca ha sido asÃ. Sin embargo, el binomio queja+resignación se imponÃa y asà pasaban los dÃas, las semanas, los meses, los años… Y la casa sin barrer. Hay que reconocer -y debemos hacerlo si no queremos caer en una autocomplacencia y autoengaño realmente peligrosos- que hemos planteado nuestra actividad creativa en unos términos de acomodo individualista excesivos. Somos muchos, el reparto siempre va a ser desigual y seguramente poco justo, pero incluso en condiciones de escasez (más, si cabe), estrechar vÃnculos probablemente hubiera dado lugar a un terreno mejor abonado para afrontar tiempos difÃciles. Por el contrario, en nuestra situación actual resulta harto complicado abordar un problema que trasciende el ámbito estético para situarse en lo meramente existencial.
Obra vs autorÃa / grupo reducido vs colectivo-sector / autogestión vs promotor
Ahora bien, no está todo perdido, ni mucho menos. Aunque no cabe duda de que si no queremos caer en el abismo del silencio es vital que se produzca un cambio de mirada en el que la obra empiece a superponerse a la autorÃa. Y seguramente no resultarÃa mala terapia para el creador. Pero, además, es que estamos en una sociedad que cada vez consume y desecha más velozmente, sin atender demasiado si el producto es de una mano u otra (salvo que se le dé al autor como bocado incuestionable, que es otra de las fórmulas más utilizadas). Y al margen de si nos gusta o no, o de si nos parece una auténtica aberración, la adaptación se producirá más tarde o más temprano; y ya se ve en las generaciones más jóvenes esta tendencia a lo efÃmero, centrando el impulso en la obra sin vocación de perdurabilidad, y una cierta indiferencia con la posibilidad de aparecer o no en el libro de texto de hijos y nietos. Entonces, si nos quitamos ese peso de encima, esa obligación con nosotros mismos de dejarnos bien situados en la Historia, es muy posible que la superación de ciertos temores sea más fácil, paso previo a cualquier posible articulación de soluciones.
Si se quiere emprender este trayecto, en el que la obra se convierta en centro y sentido real del quehacer creativo, un paso inexcusable será despojarnos de nuestro traje de prestigio y comenzar a practicar una mÃnima modestia. Y aquÃ, seamos sinceros, se libran muy pocos. Es más, es el propio mundo que vivimos, inflado de una necesidad ineludible de “hacer currÃculo” el que nos conduce a casi todos a la recolecta de méritos, a la necesidad de sacar la cabeza a través de prestigios reales o inventados. Pero tampoco es cuestión de hacer más grande la herida, ni de tenerla abierta demasiado tiempo. TendrÃa poco sentido y corremos el riesgo de desangrarnos. Tomar conciencia de nuestros actos pasados no quiere decir bloquear los futuros. Entonces, quitémonos el traje y guardémoslo rápido en el armario, sin naftalina a poder ser. Y a otra cosa, mariposa.
Otra cosa que tendrÃa que tomar muy en cuenta -en el contexto de esa posición realista que parece inevitable adoptar- que sólo podremos evitar la caÃda si articulamos nuestro trabajo en el marco de lo colaborativo (terrible palabro, pero que se entiende bien hoy), y que éste de produzca en una dimensión abarcable y manejable. Hablando en plata, esto quiere decir -por ejemplo- que autores e intérpretes se unan para sacar adelante un proyecto determinado, tanto en el plano estrictamente artÃstico como en el de su producción y puesta en escena. El creador-productor no es una figura nueva. ¿Qué hacÃan si no Karl Friedrich Abel y Johann Christian Bach a mediados del siglo XVIII organizando conciertos en Londres, con gran éxito por cierto? ¿Qué pretendÃa en definitiva Schönberg, además de hacer posible una interpretación de calidad de obras de su tiempo, al fundar la “Sociedad para Interpretaciones Musicales Privadas” en 1919? Se trataba de verdaderas iniciativas privadas, sin apoyos de las instituciones oficiales del momento, que -con mejor o peor suerte- lograron mostrar la obra viva. Y ese empuje (ahora se llamarÃa “emprendimiento”) es el que probablemente debamos recuperar, eso sÃ, con las adaptaciones necesarias que la hagan eficaz en nuestro tiempo. Incluso si las condiciones económicas no son favorables, el creador deberÃa plantearse como responsabilidad ética la difusión de su obra (siempre que el grosor del bolsillo lo permita, claro). Partiendo de esta premisa, ¿por qué se mantiene ese halo de “cutrerÃa” en el hecho de que el artista, asumiendo parcial o incluso totalmente los costes, haga posible la muestra pública de su obra? ¿Es acaso menos vergonzoso mendigar un encargo o pedir la inclusión de una obra en tal o cual evento con brillo mediático? Es cierto que el sistema promotor-artista, tiene una lógica: si el primero se interesa por el segundo, es porque se supone que será interesante. Se produce la retroalimentación de los prestigios y el receptor queda convencido (?) de que el producto vale la pena (“si fulanito se arriesga a programar a menganito, será porque es bueno…”). Pero esto cae rápido en el absurdo cuando observamos que no se produce bajo criterios de calidad, sino que la elección suele responder a un cúmulo de razones que pasan por los amiguismos, el relumbrón (ganado en ocasiones no se sabe en base a qué) o simplemente la posibilidad de “racionalizar gastos”.
Espacios para mostrar
Por otra parte, esta nueva definición, en la que los artistas asumieran plenamente el papel de la producción, sólo podrÃa funcionar si existen espacios disponibles para llevar a cabo los proyectos en unas condiciones mÃnimas. Y esto es una demanda que deberÃa hacerse presente, anteayer mejor que hoy. La cantidad de espacios desaprovechados es inmensa. El curioso podrá echar un vistazo, por ejemplo a través de la web REDESCENA, a las decenas de teatros municipales de cualquier comunidad autónoma. Casi todos con un equipamiento decente, cuando no notable. Y observar que en la mayor parte de los casos la programación no contempla más de uno o dos espectáculos mensuales. ¿Por qué estas instituciones públicas no ceden de forma sistemática y gratuita sus espacios a iniciativas que ofrezcan producciones propias y autogestionadas (a taquilla, por ejemplo)? Seguro que más de un festival lo agradecerÃa… Y sin duda ayudarÃa a fomentar las colaboraciones entre artistas, que podrÃan ver como sus proyectos se muestran al menos en condiciones dignas. De acuerdo, nadie se hará rico de este modo, y es muy discutible que sólo con medidas de este tipo pueda mantenerse un “sistema” en el que el honorario profesional haga posible la mera subsistencia. Pero también es cierto que ya en las condiciones actuales (esas que tienden a desaparecer) son muy pocos los que viven de una actividad en la que la creación contemporánea juegue un papel de relieve, ya sean compositores o intérpretes. Entonces, no estaremos sumando un nuevo problema, sino gestionándolo de otra manera (y quizá poniendo la base para que se revierta, haciendo que la creación aflore al escenario público).
Pero es cierto que esta reivindicación de espacios no puede llevarse a cabo contactando con un concejal para proponer un espectáculo concreto. Se trata de una acción que deberÃa tener la envergadura de la petición pública, mediante las voces adecuadas. Y aquà es una lástima que esa falta de inercia comunitaria se manifieste en toda su crudeza. ¿No serÃa posible al menos la unidad en torno a una petición de este tipo? ¿Qué nos impide articular algún tipo de foro, en el que intérpretes, compositores y otros artistas que trabajen en torno a la creación musical contemporánea, asociaciones y otros interesados, pudiéramos hacer fuerza para lograr -en un plano municipal, autonómico y nacional- un compromiso de lo público en este asunto? Si esto no es posible, si el miedo a perder el trozo de pastel que imaginamos nuestro nos impide llamar a la puerta del colega o de la organización de turno para unirnos a una reivindicación común, no habrá más soluciones que las particulares. No se trata de construir grandes plataformas, ni tan siquiera de ver en estas acciones el germen de algo mayor (que tampoco estarÃa mal), sino sencillamente de utilizar simples herramientas democráticas (como la petición avalada por firmas) para intentar conseguir logros que -bien planteados- es posible que llegaran a buen puerto. Mendigar la subvención ya sabemos que tiene poco futuro en el momento actual. Probemos ahora a pedir bienes “en especie”, al fin y al cabo lo que se demandarÃa no supone un coste de importancia, y para el cedente tendrÃa la ventaja de permitirle engordar su memoria anual sin apenas esfuerzo.
Resumiendo, o espabilamos o nos esfumaremos. O generamos un caldo suficientemente sabroso que nos permita empezar a labrar otra forma de entender y dar salida a nuestro trabajo o pereceremos en el magma de la inconsistencia. Pero si algo es seguro es que está en nuestras manos construir una perspectiva nueva que nos permita empezar a revertir la situación presente y a tener la fuerza para afrontar la futura. Como ya escribió Goethe, “la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otro“. De esta idea podrÃamos sacar muchas conclusiones. Quizá debamos trasladar a la vÃa racional el milagro de los panes y los peces, y conseguir solitos la multiplicación de recursos que haga posible sacar la cabeza (y algo más, si es posible).
Etiquetas:Composición, Contemporánea, Espacios escénicos, Música y polÃtica, PolÃtica cultural
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