No paran de repetir la misma retahíla: “es que tenemos que entender, de una vez por todas, que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y que se ha acabado la juerga”. Insisten hasta la saciedad, inasequibles al des-aliento, con la vana pretensión de hacer que veamos con cándida normalidad que dentro de un par de meses el ajuste optométrico y sus consecuentes nuevas gafas tendrá que esperar dudosos mejo-res tiempos; o que la triste ilusión del necesario implante dental fue sólo eso, una ilusión pasajera; o simplemente que será más que difícil comprar la entrada para un concierto, de esos que hacen –según algunos- que “se valore mejor la cultura”.
Así que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades… Y encima, para engordar el pecado, lo hemos hecho en la mas obscena opulencia mientras políticos, banqueros y algún miembro de la familia real trabajaban de sol a sol para lograr nuestra felicidad y bienestar. ¡Qué ternura! Y qué desagradecidos somos… Lo cierto es que no es cierto, que en definitiva simplemente quieren que creamos en fantasmas, y lo que es más grave, que sea un puro acto de fe. Como son hoy las ruedas de prensa de los políticos, sin preguntas. Porque ese “vivimos” en realidad quiere decir un “vosotros habéis vivido” y esto sí es una auténtica falacia además de una indecencia. Mucho más adecuado sería decir que algunos han vivido por encima de nuestras posibilidades, y lo que es peor, siguen viviendo a costa de quitarnos las últimas migajas. Y muy bien, por cierto.
Entrando ya en el ámbito de la cultura (no vaya a ser que el artículo derive definitivamente hacia un terreno más amplio, como sería lo natural en estos días donde todo empieza a teñirse del mismo gris), es muy llamativo ver la frecuencia con la que se blande, sin mayores miramientos, el hacha del anti-subvencionismo para explicar todos los desmanes mediante la idea de que “papá Estado” ha dado a espuertas lo que no tenía. Desde luego hay mucho que decir sobre las formas y los sistemas de subvenciones, para quién estaban pensados y cómo se daban, pero intentarnos convencer de que se mete la tijera a la nunca prioritaria cultura porque “hay que hacerlo”, pero también porque el sistema era perverso, es una perversión en sí mismo. No amigos, no, el hecho que el Estado defienda la cultura no sólo es normal sino imprescindible. Y por cierto, ¿alguien en algún ministerio está haciendo cuentas sobre si saldrá más caro o no a las arcas públicas el hipotético sistema de mecenazgo (si alguna vez llega a ver la luz), que el de subvenciones y otras formas de aportación pública directa? Cuando los próceres y defensores más radicales de lo privado hablan del mecenazgo como la fórmula mágica y única para financiar la cultura, da la impresión de que, a partir de sus recetas, el Estado tendría que quedar por fin liberado del pesado yugo (en definitiva, se acabó de un plumazo el “vivimos por encima de…”). Pero lo que no cuentan esas mentes privilegiadas es si las jugosas desgravaciones que preparan le hacen un agujero más grande a la caja. Eso, según parece, todavía no está calculado. O peor, seguramente sí lo está, pero será difícil que nos lo sirvan en una tabla comparativa.
Lo “nuestro” nunca fue bien
Si nos ponemos a mirar el supuesto despilfarro en la partida “música clásica” la cosa se complica por irregular. Por una parte, los grandes eventos e infraestructuras podrían dar una imagen equivocada. Podría pensarse que los gastos fluían paralelos en la producción más habitual y normalita, y esto no era así para nada. Es más, este desequilibrio ha sido uno de los problemas más importantes: ¡Qué pena! Ahora que por fin tenemos auditorio de lujo, con firma arquitectónica de fama mundial, no queda presupuesto para programar una temporada… Esto no es anecdótico, ha sido una realidad demasiado tiempo. Aquí lo único que importaba es lo que al político le importaba, es decir, ladrillo y voto a la vista (poder, en definitiva). El vistoso auditorio lo reunía todo. Pero también el tener una orquesta local o autonómica era importante, daba caché, y con un poco de suerte, hasta ayudaba en la carrera nacionalista o provincianista. Pero crear la infraestructura inicial no es dar vida a un proyecto, es sólo ponerlo en marcha, únicamente una primera piedra del edificio. Si falla la previsión sobre futuro cruje la iniciativa, más tarde o más temprano. Y ahora nos vienen diciendo que si las orquestas sirven a los países del Este de Europa más que a los extremeños o que si qué más da una plantilla estable que contratar músicos por concierto. Además de vergonzosa ignorancia, en pura lógica, este tipo de declaraciones deberían convertirse en garantía de voto para el oponente político si no fuera porque ese oponente, al fin y al cabo, está en las mismas. Y así nos va. El ciudadano, ese al que han metido hasta en la sopa que lo majo y lo correcto es votar sí o sí, aunque sea a Goldman Sachs o Lehman Brothers, que eso de abstenerse o votar en blanco está muy feo, pues no suele observar matices porque no tiene casi nunca los datos a mano. Y ahora menos, que lo que ocupa es llegar a fin de mes sin despido o desahucio y, si es posible, con la luz y el teléfono pagados.
Pero si bajamos un poquito más en el árbol jerárquico, nos toparemos con la llamada “música contemporánea”. En este ámbito, pensar –sólo pensar- en la idea de “vivimos por encima de…” da directamente la risa, la cosa llama a carcajada de borracho. ¿En este país? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿De qué? ¿Por qué dice usted eso? ¿A quién quiere engañar? ¿Cómo se llama el presidente del gobierno? ¿Cuánto subirá el pan? ¿Y las patatas? ¿Y un iPad? Vaya, sólo pensar en la posibilidad de observar este espacio desde cualquier atisbo de opulencia ya garantiza una cierta dosis de enajenación mental, aunque afortunadamente parece que transitoria. Pido disculpas.
Volviendo a la cordura, lo cierto es que resulta muy poco edificante el intento de tabla rasa, de hacernos creer que el despilfarro se daba igual en todas partes y por todos. Si pensamos en las cifras dedicadas a la música de nuestro tiempo, y lo comparamos con otras partidas (incluso taxonómicamente vecinas), a alguno debería caérsele la cara de vergüenza al hablar de despilfarro. Estábamos mal tratados y la diferencia con lo que viene es que no estaremos ni siquiera tratados. Pero en definitiva, el proceso histórico se modifica poco: el ninguneo y los oídos sordos a todo lo que no tenga una rentabilidad política evidente (por cierto, ahora medida también en términos económicos) no tendrá un espacio en lo público. Y este agogedor futuro, no nos engañemos, difiere del pasado sólo en unas décimas. Por mucho que reconozcamos valores y esfuerzos bienintencionados en la labor de algunos desde las instituciones públicas, sabemos de sobra que lo hacían siempre “a pesar de”. A pesar de la oposición de las altas instancias, que es donde precisamente escasea, tan a menudo, la materia gris.
Un IVA que sube sin querer
Pero ahora se nos viene encima todo lo que ese señor-sombra-presidente-del-gobierno (probablemente el político más intangible que haya dado la democracia) anuncia pomposamente como “lo que hay que hacer”, y con tono plañidero, “lo que me hacen hacer sin que yo quiera”. El parcialmente imprevisible y meridianamente salvaje aumento del IVA ha despertado al conjunto de los ámbitos culturales en un grito unánime que advierte del desaguisado que supondrá para el sector. Y es cierto, en este caso los gritos están más que justificados, de hecho, nadie a respondido otra cosa que el cansino “no hay más remedio”.
La subida del impuestito tiene consecuencias varias. Por una parte, lo más vistoso, lo que los medios de comunicación generalistas sí nos anuncian de manera ostensible: aumentará el precio de los productos a través de un porcentaje que en gran parte de los casos supone un insoportable 13% de incremento. En el caso de la cultura, ya se sabe, entradas para el cine, conciertos, teatro, los discos, los ebooks (incomprensiblemente integrados en el tipo más alto, como si lo que importara fuera el formato y no lo que nos dicen las letritas de dentro)… Pero, por otra parte, está lo que no se ve: en el plano profesional, la producción (que encarecerá, a su vez, el producto final), y en el del destinatario final, todo aquello que permite que podamos disfrutar o sufrir con la obra de arte. Así, en este dúo nos encontramos desde el equipo hi-fi hasta el instrumento, el ordenador del electroacústico o el lector de ebooks. En definitiva, un impuesto injusto no sólo porque es igual para todos, independientemente de su nivel de renta, sino porque no discrimina realmente en función del uso del producto. El resultado es que el ricachón de turno pagará el mismo porcentaje por su Maserati que el pobre contrabajista por su nuevo contrabajo, su herramienta profesional (sin contar que en estos nuevos tiempos se podría ya estar pergeñando cómo rescindirle el contrato con su orquesta). Y esto es de todo menos justo. Aunque en estos momentos no nos extrañaría nada que saliera alguna lumbrera a defender con uñas y dientes que el Maserati también es una herramienta profesional, imprescindible para ejercer con dignidad la profesión de rico.
Etiquetas:Contemporánea, Música y política, Política cultural
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