La verité

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
Por segunda vez en cinco años el Teatro Real monta “Pélleas et Mélisande” de Debussy y Maeterlinck. En esta ocasión lo deja en las manos de los directores de orquesta Sylvian Cambreling y Till Drömann, y del director de escena Bob Wilson, que usa su artificialidad habitual para hablarnos de verdad sobre las consecuencias de la mentira.

P20111120_pelleas-et-melisande-teatro-realara ver y oír. Así es el Pelléas et Melisande de Debussy que se ha podido ver en el Teatro Real. Aunque habrá quien se pregunte para ver qué, pues en escena ni siquiera aparece la ya famosa silla del Real, esa que sistemáticamente queda cuando los escenógrafos en este teatro deciden desnudar el escenario y reducir la escenografía a la mínima expresión. En este caso, la sugerencia debusiana de la partitura y la disonancia de la voz tienen su correlato en la dirección de escena. Algo que, de nuevo, es difícil de apreciar en un teatro que ya de por sí no tiene buena visibilidad desde gran parte de su aforo y que no permite enfrentarse, es decir, mirar de frente, lo que sucede en escena, importante en las propuestas de Bob Wilson. Esto explica que la retirada de público en la segunda parte se aprecie más a medida que se sube de la platea al gallinero. Cosa que no se entiende pues si uno decide pasar de lo que sucede en escena (y de las pantallas que hay para paliar los problemas de visibilidad) disfruta con una orquesta dirigida por Till Drömann[1] con el corazón puesto en la cabeza, en la que los metales por primera vez no interrumpen la composición ni la fracturan. Siendo el gran triunfador de la noche, el que recibe las mayores ovaciones, algo inusual y más extraordinario si se tiene en cuenta la calidad vocal de los cantantes.

Y ya. Con lo anterior estaría todo dicho en una crítica tradicional, la que ha malformado al público y lo detiene y entretiene en los aspectos técnicos, pasándoles de puntillas por los contenidos. Los perturbadores contenidos que se suelen resumir, en el caso de Debussy, como acuáticos. Olvidándose de la importancia de los libretistas. En este caso de un autor como Maeterlinck que no ha salido mal parado de la traducción de los sobretítulos, aunque su texto ha desaparecido del libreto que ha sacado el Teatro Real a la venta, como ya ocurriera en el libreto de la Elektra de Strauss y Hoffmannsthal.

Sin embargo, sin el libreto no se entiende el propósito de esta obra ni, por tanto, de su música. Mientras la tradición se entretiene en la atracción que ejerce una mujer misteriosamente aparecida en un estanque sobre dos hermanastros, y príncipes, y/o en la mortal infección que producen los celos, Debussy y Maeterlinck dan la clave que Bob Wilson recoge para hacernos entender la historia, es decir, su música. La verité. Eso es lo que Pelléas le responde a Mélisande cuando a esta se le cae el anillo en el estanque, en el profundo estanque que el primero le ha mostrado. La verdad, eso es lo que deben contar a Gollaud, el marido de Mélisande, cuando pregunte por el anillo perdido. Sin embargo, juegan a la mentira, sobre la que planean palabras y frases, frente a la claridad de una partitura que baña todas las orillas y a todos los personajes. Verdad que no  es certeza. Es la búsqueda de una certeza la que hace que Gollaud interrogue a su inocente hijo. La inocencia que con sus respuestas no hace más que desmentir sus sospechas. Las que como marido no amado, aunque querido y respetado, necesita confirmar.

El reto es cómo subir a escena esa verdad, cuando toda puesta no deja de ser montaje y artificio. Cómo hacerlo para que la música cuente y los cantantes canten de verdad y no se conviertan, como ocurre con la mayor parte de la ficción de consumo, en una anécdota banal que parece mejor, habitualmente, por lo agradable de su música. La respuesta de Bob Wilson es radical si no se han visto otros espectáculos suyos. Es radical en el respeto exquisito y escrupuloso que tiene por lo que le es dado tanto por los  autores, el texto y la música, como por el director de orquesta y los cantantes. Escenas casi desnudas o vestidas con materiales que distorsionen poco o nada la proyección, la expresión y la matización de la voz. Cantantes quietos, estáticos, cuando cantan, pendientes solo de la expresividad del canto. Contemporáneo, en la gramática con la que escribe la escena y con el uso de recursos. Luz y sombra. Y el color azul convertido en un color cálido. Anacronismos, como el traje del infante o del pastor, un pastor bíblico. Elementos descontextualizados y vueltos a contextualizar en relaciones y oposiciones. Tiempo dado al espectador para la observación y la atención, para romper esos reflejos automáticos del mundo moderno basados en acción y reacción inmediata, a la que nuestra sociedad nos ha acostumbrado. Extrañeza que hace, al fin y al cabo, que el público se siente y tenga que volver a escuchar y ver pausadamente los clásicos por si mismo. Espectáculos para espectadores adultos, clasificación que nada tiene que ver con la edad, que saben y conocen la radicalidad de la verdad y lo verdadero, que hace, aparentemente, invivible la vida y facilitan la infección, no de los celos, sino de la ficción y la mentira que, como en la obra, acabaría con todo lo vivo, si no fuera por esa costumbre humana de traer niños al mundo.

Notas

[1] Till Drömann dirigió la orquesta en el último día de representación, día al que pertenece esta crónica. El resto de los días la dirección de orquesta corrió a cargo de Sylvain Cambreling.

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