Hubo una vez

La reposición de “Max Black” de Heiner Goebbels en el Festival de Otoño de Madrid en su montaje original de hace 15 años permite reflexionar acerca de los efectos del tiempo sobre lo que no hace tanto se consideraba contemporáneo.

V20130312_max-black-teatros-canaluelve Max Black de Heiner Goebbels a Madrid y al Festival de Otoño diez años después de su presentación en la capital en el mismo festival. Ahora se encuentra con un teatro nuevo, los Teatros del Canal, y con un Festival de Otoño que se ha convertido en Festival de Otoño a Primavera. Ha pasado el tiempo. También hay un público nuevo, un público joven que posiblemente no lo vio ni escuchó la vez anterior. Un público heterogéneo, algo ligeramente moderno y algo ligeramente gafapasta. Grupos distintos unos de otros, que actúan como si el otro colectivo, el de los nuevos y el de los habituales, no existiera, como si no se vieran. Se arremolinan a la entrada, pues las puertas de la sala permanecen cerradas hasta tres minutos antes de que comience el espectáculo, como informa la voz en off del teatro cuando el acomodador comienza a dar el paso. Entran en tropel aunque sumados no llegarán a llenar la Sala Roja un domingo por la tarde, uno de los tres días que el espectáculo estuvo en Madrid. Entre otras cosas porque la convocatoria es a las seis, mala hora para las largas sobremesas y siestas dominicales madrileñas.

El caso es que la propuesta ya ha comenzado cuando la gente comienza a entrar y a sentarse buscando en la penumbra su asiento. Es parte del espectáculo. Un hombre solo en el escenario, mayor y con aspecto de profesor universitario, parlotea una definición de permutación aprovechando el ejemplo de los asientos que se ocupan en una sala teatral, de conciertos o en un cine. Hay atrezzo pero se ven las tripas del escenario. La caja oscura está cruzada de delante atrás por unas peceras suspendidas y en línea recta. Y en el centro, un escritorio literalmente abarrotado, tras el que se oculta en la parte posterior, en la distancia y en la penumbra, algo parecido a una línea de montaje que se descubrirá como una pianola que tocará de forma automática cuando el único actor en escena accione una polea. Otros elementos: una mesa de trabajo de un taller, un cuadro de interruptores parecidos al de los dibujos animados, un perchero de almacén de ropa con distintas batas o sobretodos colgando y dividiendo el escenario en dos una raída cortina que deja ver todo a su través, separando nada.

Poca cosa más en escena acompaña al único actor e interprete musical, André Wilms. Será él quien recite, pues de recitativos se trata en un teatro musical como este, los textos de Paul Valéry, Georg Christoph Lichtenberg, Ludwig Wittgenstein y Max Black. Será él el único interprete de la música. Quien toque todos los instrumentos, es decir, haga y mezcle los ruidos de todo el espectáculo. El que pase el arco por todos y cada uno de los instrumentos que se encuentran en escena, desde un radio de una rueda de bicicleta a una larga cuerda colocada para hacer volar cohetes. El que produzca el fuego y se haga cargo de toda la pirotecnia que se ve en escena. Fuego que no hace arder el corazón helado en una fría tarde de invierno.

Un texto incomprensible, por las pocas pistas que se le va dando al espectador, se mezcla con sonidos y ruidos. Algunos de ellos recuerdan en algunos momentos a la música electrónica que cualquier noche de juerga escuchan los más jóvenes. Música que ahora aborrecen sus padres. Música que bien se podría programar en el famoso festival Sónar barcelonés. Y que en un momento del espectáculo es interrumpida por una música romántica o tardoromántica, que aparece y desaparece con la misma brusquedad, después de un prolongado tiempo saliendo de una radio vintage que podría haberse encontrado tanto en las tiendas del barrio hipster de Malasaña como en el Rastro madrileño o en los Encantes barceloneses.

Tal vez, esto fuera moderno en su tiempo. Y será necesario estudiarlo como fenómeno en los estudios de musicología y los músicos profesionales deberán conocerlo. Un hito de una línea de tiempo musical. Ocurrido hace nada, apenas quince años. Pero hoy ya parece un aparato del pasado. Carne de instalación de museo de arte contemporáneo. De los museos historicistas que tanto se promueven, fijados más en las fechas clasificatorias que en la materia que tienen las obras. Esa cosificación academicista que mata o reduce a nada lo poético, lo verdaderamente revolucionario, lo que permite la revisión de lo que pensamos y amamos y, por ende, de nosotros mismos.

Hay alguna deserción antes de tiempo, inexplicable pues el espectáculo es bonito, al menos para el espectador habitual de obras contemporáneas en festivales, y no va contra nadie. Tampoco lo justifica su duración, una hora y cuarto perfectamente aguantable. Como tampoco es justificable la insistencia en aplaudir y algún que otro bravo entusiasta de la sala al final de la obra, cuando la gran mayoría del público, por no decir la totalidad no se enteró de cuándo había acabado. Como corresponde a algo que no tiene principio y, por tanto, tampoco final.

El espectáculo es lo que es. Dejará en la memoria esos bonitos aros de humo que más o menos en la mitad del espectáculo el actor-interprete saca de una caja mientras los cuenta y suena un pulso. ¿Dónde se quedó la sencilla poesía que tiene esta parte del montaje y que tenía toda la obra según las crónicas de la época en que se estrenó en Madrid? Quién lo sabe, la habrá raptado el tiempo. El tiempo implacable que todo lo envejece o lo empolva, esperando que alguien lo reinterprete y le devuelva el brillo que, quizás, alguna vez tuvo.

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