Hop, hop, hop

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
La dirección musical de Sylvain Cambreling acompañada por una dirección de escena realista de Christoph Marthaler, permite al público del Teatro Real oír el “Wozzeck” de Alban Berg como si fuera la primera vez que se representase en este teatro.

P20130618_wozzeck-teatro-realor mucho que se diga esta obra no se ha visto ni oído suficientemente, ni en Madrid ni en Sebastopol. Así lo com- probarán todos aquellos que se acer- quen al Teatro Real donde el director musical Sylvain Cambreling hace sonar la partitura como si se la escuchase por primera vez. Descubriéndole al espec- tador sonoridades que tal vez ya había olvidado que existían en la música del siglo XX. Hay que recordar que estamos hablando de una ópera con una partitura del siglo XX y una historia del XIX. Es un gusto sentarse y escucharla de principio a fin, sin descanso. Ya sea interpretada por la orquesta en el foso, por los músicos en escena o por esa banda militar que se oye fuera del escenario. Esa marcha militar, que algunos echarán en falta en una versión escénica más realista, pero que con este recurso escénico, colocándola fuera del campo y en la distancia, obliga al espectador a agudizar el oído, a estar atento, a lo que la música dice y tiene que decir. La música no son variaciones de presión que hacen vibrar tímpanos, la buena música hace vibrar conciencias y los cuerpos donde estas se alojan. Y a fe que esta que se acaba de estrenar en el Teatro Real lo consigue, sin dudarlo, en lo musical y fracasa, sin escándalos, en lo escénico.

Primera idea, este Wozzeck pone de manifiesto que es falso que la ópera haya muerto y que esta obra fuera una de las que cavaba su tumba y completaba la lápida. Siempre que se ejecute como se hace en esta ocasión no habrá espectador que no quiera escuchar cosas nuevas. Hay y sigue habiendo mucho campo para el desarrollo de un género más allá del repertorio, ese constructo social que muere con la sociedad que lo crea, en la que se tiende a encorsetarlo. Ese sonido que evoca, por un lado, la tradición y, por otro, la modernidad, y que abrió, en su tiempo, nuevas posibilidades expresivas. Por eso, no es de extrañar que un aforo que habitualmente abuchea las obras contemporáneas, o las acepta como un mal menor o como ese puntito de modernidad que tiene que tener, esta vez esté aplaudiendo a los cantantes en general y al director musical en particular.

Lástima que no le acompañe lo escénico. Tal vez por una falta de valentía por parte de Marthaler, el director de escena, la valentía que sí muestra en otros montajes también musicales pero no operísticos. Aunque su idea y la de su dramaturgo es buena y abre las posibilidades a representaciones más realistas, alejadas de las abstractas al uso que se han venido haciendo últimamente. Pues no hay otro lugar u otro espacio público más visitado por todas las clases sociales actuales que las carpas de las ferias. Esas en las que se encuentran, dependiendo del lugar, bares para tomar cervezas oliendo a fritanga, a chucrut, a borsch, y, cómo no, a perrito caliente o hamburguesa. Incluso al peculiar olor y sabor de la comida china o coreana en sus respectivos países. Ese olor que impregna la ropa, el pelo, y que acompañará a las personas que entren en la carpa. Un espacio donde se entra y se sale. Rodeado de otras vidas que suceden a la vez. Y de los niños que juegan afuera mientras los adultos piensan que ellos no juegan, no están jugando, al amor, a la guerra, a la salud, a la muerte, a ser personas. Lástima que haya momentos en los que la iluminación no acompaña a lo que se canta o sea difícil de imaginar que eso suceda allí de acuerdo a lo que se lee en los sobretítulos.

Aunque destellos de valentía se ven en gestos como la elección de Jon Villars para el papel de Tambor Mayor caracterizándole como el chulo del barrio, un macarra nada atractivo, de barriga cervecera, pantalones vaqueros viejos y camisetas negras y alejándole de los parámetros físicos y de apariencia que tradicionalmente se le adjudican al personaje. Y enfrentarlo a una Marie, interpretada por la soprano Nadja Michael, que no da el perfil de devora hombres como se la suele presentar sino de una delicada mujer de suburbio, ni la pareja ideal de ese Tambor Mayor, pero con una voz adecuada para cantar a esa mujer que es más que esposa y madre. Un deseoso ser humano del siglo XIX, del XX y, al menos, de principios del XXI.

Y sobre todo esto, Wozzeck, el protagonista, con un discurso íntimo, personal, un bello discurso musical, que deja de funcionar cuando lo hace público. Pues la presión de lo social se lo niega como un discurso humano posible porque pone en duda y en cuestión los discursos del resto. Incluidos los del poder y el conocimiento, siempre de la mano, siempre amigos, como el capitán y el médico de esta obra. Tomando decisiones sobre las vidas de los otros, sobre sus límites. Y así se va corrompiendo el discurso ético del protagonista, basado en el amor y el trabajo. Que a penas descansa, que a penas se para. Que igual coloca cajas que limpia zapatos, que sirve bebidas, plancha o afeita a su capitán. Por unas pocas monedas, dinero, dinero. Tal vez un extra por correr, apresurarse, de la ceca a la meca. Por sudar, como suda el tenor Simon Keenlyside representando a este ajetreado Wozzeck. Por representar a cada uno de los espectadores que llega apresurado al teatro para disfrutar de la obra. Después de un largo día de trabajo por dinero, dinero y que saldrá corriendo de nuevo para seguir trajinando.

¿Y los niños? No es casualidad que al final de la obra canten los niños, unos niños que Marthaler ha mantenido en escena y en segundo plano durante toda la obra. Suenan a música celestial y relatan el descubrimiento de una madre muerta y de un padre a punto de desaparecer. Anuncian la soledad de los niños cuando crecen a los que se ofrece la única posibilidad de seguir cabalgando, hop, hop, hop.

Una vez más, esta es la prueba de que una obra musical contemporánea necesita de los mejores recursos. Y cuando se ponen a su disposición, es difícil que no suene bien, que no se aprecie, que no se entienda y menos que no se disfrute. Y entonces se aplaude, se aplaude mucho aunque suene un drama, el drama del hombre contemporáneo alienado entre lo pensado y lo dicho. Lo íntimo y lo social. En el que el público contemporáneo se reconoce y se reconforta al saber que el arte contemporáneo no lo deja fuera de campo ni se distancia. Tampoco la música contemporánea. Todo lo contrario, se le acerca dispuesta a cabalgar junto a él.

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