El día en que perdimos a la santa

La celebración del Día de la Música el 18 de junio se suma a la internacional Fête de la Musique del día 21 del mismo mes, y a la de Santa Cecilia del 22 de noviembre. Todo ello con un gran despliegue mediático que, como suele ser habitual, parece atender más a la potencia comercial de la propuesta que a un interés real por este arte.

E20110620_el-dia-que-perdimos-a-la-santal pasado sábado 18 de junio tuvo lugar la celebración del Día de la Música, que habitualmente situamos en el 22 de noviembre, conmemoración enmarcada en la tradición cristiana que nos señala el martirio y muerte de Santa Cecilia como fecha vinculada a este arte. También sabíamos de la existencia de la Fête de la Musique, evento de origen francés, que igualmente se celebra en estos días desde 1982. Pero he aquí que en 2004 llega Heineken marcando diferencias y nos regala un nuevo Día de la Música que, habida cuenta de su repercusión mediática, parece ahora contagiar otros ámbitos que se unen a la celebración. Uno de ellos ha sido el Auditorio Nacional de Música, que ha programado, bajo el título de ¡Sólo música!, una jornada de parecidas características maratonianas al del festival promovido por el fabricante de la ancestral bebida.

Como decíamos, la repercusión mediática a sido grande. Los telediarios han ocupado masivamente su habitualmente escasa franja dedicada a la cultura con la noticia, y la televisión (a través de su web) y radio públicas han retransmitido ininterrumpidamente todos los conciertos celebrados en Matadero y el Teatro Circo Price de Madrid promovidos por la cervecera. Por supuesto, con raquítica mención a la propuesta ”clásica” del Auditorio Nacional, que programó la friolera de 40 conciertos durante las 12 horas que duró la celebración. Curiosa también es denominación del festival Heineken como de música ”indie”, que nos hace preguntarnos qué entiende esta gente por “independiente”.

Ya la celebración tradicional de Santa Cecilia resulta más que difusa y un tanto surrealista. No se sabe con certeza cuál es el origen de este vínculo entre el arte de los sonidos y una supuesta noble romana que, martirizada por convertirse al cristianismo, la Iglesia convirtió en santa sin que históricamente se haya demostrado su existencia real, aunque en la Catedral de Valencia se guarde un pedacito en forma de reliquia (ya se sabe, la fe mueve montañas y no hace ascos al intercambio óseo…). Pero es que esta relación de la santa con la música no está exenta de morbo, ya que uno de los equívocos más curiosos y espeluznantes viene de una mala traducción de las Actas de Santa Cecilia, fuente documental de mediados del siglo V de donde procede toda la leyenda sagrada.  Así, en los códices más antiguos se puede leer candentibus organis Caecilia virgo…, y no canentibus organis (sin la “d”) con que aparece en una de las joyas de la literatura inglesa, los Cuentos de Canterbury, del escritor Geoffrey Chaucer (de donde parece proceder la confusión). Esta errata supondría que los “instrumentos de tortura” del texto original se transformaban por arte de birlibirloque en “órgano”, aludiendo al instrumento musical. Es decir, un idílico banquete nupcial con Dios era en realidad un penoso martirio, y todo por una dichosa “d” omitida (recordemos otros errores estelares de procedencia, como la hipótesis etimológica del corno inglés a partir de la confusión anglé=anglais). A partir de este equívoco nuestra santa aparece en la iconografía tocando diferentes instrumentos, entre ellos -claro está-, un órgano portátil, como ocurre en una conocida tabla del siglo XVI de Ambrosius Benson que se puede ver en la Weiss Gallery.

El caso es que nos encontramos con un abanico de tres celebraciones: el Día de la Música -convocado por Heineken y el Auditorio Nacional, cada uno a su modo-, la Fête de la Musique -de ámbito internacional pero que prácticamente no es seguido en España-, y la habitual conmemoración de una santa que no tocaba el órgano sino se quejaba amargamente por las barbaridades que le hacían. Podríamos sugerir que, si realmente se quiere homenajear a este arte, hubiera un cierto consenso con las fechas, más que nada por que no nos pillen con el mismo traje y elevando las mismas loas tres veces en un mismo año.

Pero no es esto lo que inquieta, no. Si queremos encontrar un mínimo de enjundia al asunto o llevarlo a un terreno de cierta reflexión (poquita, que el tema tampoco da para grandes elucubraciones), tendremos que desplazarnos hacia otra idea, desvinculada ya de si escogemos tal o cual día: ¿qué se pretende celebrar en realidad con una conmemoración así? El homenaje a “la música” se encuadra en la larga de lista de “Días de…” con los que la humanidad parece querer demostrar el interés universal por un determinado asunto (aunque cueste creerlo,  también existen el “Día de la Maceta” o del “Orgullo friki”). Nuestras sociedades parecen encontrar cierta satisfacción en lo cuantitativo a la hora de plantear estas celebraciones, como si los 364 días restantes del año no fueran suficientes para demostrar interés por un aspecto concreto de nuestra existencia. Quizá pueda estar ahí la cuestión: ¿no será que resulta más sencillo declarar un “Día de la Música” en el que se explicite el compromiso a grandes voces y a través de un atragantamiento de actos, que una demostración de lealtad extendida a lo largo del año? Y más en estos tiempos de incertidumbres económicas, donde sin duda resulta más barato llenar 24 horas de música en unos pocos espacios públicos que mantener el pulso de una infraestructura que cubra los 365 días aquí y allá. Pero no es tan fácil. El público y los profesionales demandan continuidad y la ingesta masiva no es una solución por mucho que se vea amplificada por unos medios de comunicación siempre atentos a todo lo que suene a espectacularidad. Frente al Día de la Música quizá convenga instituir el “Día del tapón desechable de oídos”. Celebraciones más raras se han visto.

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