El muy previsible –y asumido hace tiempo- resultado de las Elecciones Generales ya está aquí, y ciertamente se presenta con una contundencia notable. El Partido Popular tendrá en sus manos, a partir de ahora, el poder más que suficiente para hacer y deshacer en todos los terrenos en los que todavía la política marca una diferencia, si es que queda alguno. Y la cultura está entre los ámbitos que sin duda van a ser “tocados”, parece que sin escapar a la razón de esa entelequia llamada mercado. Conocemos poco de las acciones que emprenderá el nuevo gobierno, pero sí se deduce un cambio drástico en la manera de gestionar la cultura.
La forma inicialmente lógica de abordar la incógnita es tirar de programa electoral. En el caso del partido ganador contamos con la dificultad añadida de su esencia nebulosa, de manera que transitamos del discurso vacuo a las acciones escondidas. Pero incluso así, dado que tenemos pocos datos más y a falta de hechos concretos, en estos momentos sólo nos queda aferrarnos ese mundo feliz de las promesas para ver si sacamos algo en claro y podemos partir de algún sitio para elaborar la crítica. Partiendo de este punto, vemos que, en los objetivos que se marca el Partido Popular, aparecen varios lugares comunes y otros que no lo son tanto. Evitando los más tópicos e insustanciales, entre los primeros figura la asunción –como única posibilidad- del concepto “industria cultural”, algo que define claramente una política que, por otro lado, ya estaba claramente iniciada por el ahora gobierno en funciones. Y la crítica al respecto está clara y es abordable desde diferentes perspectivas. Una de ellas, esencialmente teórica, es que la industria implica mercado, y éste pertenece a un contexto concreto (el actual, inmerso en la idealizada globalización). En los años 60 del siglo pasado, William Baumol –uno de los economistas que más se ocuparon de la cultura- llamó la atención sobre un aspecto que deberíamos seguir teniendo en cuenta, ya que en gran parte es inmutable: la tecnología de la producción de bienes culturales no ha evolucionado del mismo modo que en otras actividades. Por poner un ejemplo, en términos económicos, producir un concierto “clásico” es proporcionalmente igual o seguramente más costoso que en tiempos de Brahms (aquí debemos tener muy en cuenta factores como el que la educación, en la actualidad, conlleva unos costes elevados, o la diferencia de calidad de las infraestructuras respecto a otras épocas). Es decir, la tecnología de la producción ha permitido que casi todo mortal, al menos en un contexto urbano del primer mundo, coma carne de razonable calidad (eso sí, a costa de una baja consideración social de las pobres y hacinadas vacas); pero plantar una orquesta sobre el escenario no podrá abaratarse salvo que deterioremos notablemente el propio bien cultural (por cierto, algo que ya está ocurriendo, eliminando plazas de músicos, por poner un caso). Este análisis –bautizado en su tiempo con el término Baumol’s cost disease, y conocido más popularmente como “Efecto Baumol”- tendría que estar presente en cualquier planteamiento político serio que pretendiese asimilar la idea industrial a la cultura, algo que nos tememos no es demasiado previsible que sea tomado en cuenta por los asesores que revolotean alrededor de directores generales o ministros del ramo.
Mecenazgo vs subvención
Si la idea de “industrias culturales” no es original del gobierno entrante, que en definitiva potenciará la línea iniciada por el anterior, y que, a su vez, asienta su justificación en una visión actual de la cultura bastante más extendida, hay otra que también aparece en el programa del Partido Popular, y que habría que atender especialmente por “novedosa”. Se trata del mecenazgo, algo pendiente de revisión desde hace décadas, y que supone –en el sistema ultracapitalista al que parece que nos dirigimos- un punto esencial. Dice el programa del Partido Popular, en el apartado 2 de las medidas a aplicar en el capítulo dedicado a la cultura: “Impulsaremos el mecenazgo para que tanto particulares como empresas se involucren en la financiación y promoción de la cultura, sustituyendo progresivamente el actual modelo basado en subvenciones”. Y aquí es donde se percibe un cambio ideológico de calado, pues se habla directamente de sustitución de modelos, donde lo privado, supuestamente, cubrirá lo anteriormente financiado con lo público (algo de esta canción ya nos suena, ¿no?). Pero hay un problema para la terapia sustitutiva: ¿a qué llamamos “cultura” y, por tanto, qué es lo que quedará excluido en base a una legislación que venga a contemplar y primar qué? Si nos dejamos llevar por la música que se escuchaba en la celebración del triunfo en la calle Génova, la situación se torna muy triste y oscura. Al margen de hechos anecdóticos, surge la pregunta de relieve: ¿cómo se articulará una legislación que permita, a través del mecenazgo privado, el mantenimiento de un contexto cultural tan diverso? El problema está precisamente en el concepto de sustitución, imposible a todos los efectos si no lo vinculamos en exclusiva con la idea de mercado en el arte, y especialmente destructivo si hablamos de arte no comercial. Una ordenación legal del mecenazgo malencarada con unas formas artísticas que –por definición- no pueden (ni tienen porqué) dar rendimiento económico en los niveles exigidos en un contexto mercantil, se nos antoja condenada a la indigencia. Y los temores nos acechan, sobre todo si atendemos a la sonada entrevista a Humberto Vadillo, el hace unos meses recién nombrado Director General de Cultura de Aragón, con perlas muy acertadamente comentadas por Jorge Fernández Guerra en su artículo “La música contemporánea es el error expiatorio”, y que huelga repetir aquí. ¿Iremos por ese camino? ¿Será el próximo ministro/a de cultura un clon del señor Vadillo (o será él mismo, que ya tiene “experiencia” en estos temas)?
Porque hay otro asunto que, cuando se habla de mecenazgo, se obvia casi siempre. Cuando consultamos el diccionario de la RAE el término “mecenas”, nos dice: “Persona que patrocina las letras o las artes”. Es sencillo y lícito sustituir “persona” por “institución”, pero –teniendo en cuenta que la acepción de “patrocinio” en el mismo diccionario es “Amparo, protección, auxilio”- podemos concluir que, en la actualidad, hay pocos que ejerzan un mecenazgo real. Más bien, la distinción entre mecenas y esponsor se debe a que el primero recibe el beneficio en forma de deducción fiscal o de rendimiento en prestigo institucional; y el segundo, en el contexto del marketing, del ingreso dinerario más o menos directo. Pero, en ambos casos, hay una fuerte implicación del beneficio económico que debe ser previamente cuantificado. Y los balances, en estos tiempos, o son diáfanamente positivos o llega la cruel tijera a recordarnos aquella falacia, hoy tan recurrente, del “hemos vivido demasiado tiempo por encima de nuestras posibilidades…”.
Una fórmula posible, a modo de apunte
En algún texto ya di mi opinión personal sobre cómo pienso que debería plantearse una ley de mecenazgo que sirviese para adecuarse a un contexto cultural amplio, y no dejase definitivamente marginadas a las formas de arte no comerciales. Insistiré sobre ello porque la fórmula es simple: los beneficios fiscales deberían ser baremados de forma proporcional a las dificultades que tiene el “producto artístico” para producirse y difundirse, y siempre partiendo de un mínimo de calidad. Es decir, a mayor dificultad, más beneficio para el mecenas. De este modo, se ayudaría a preservar, a través de una especie de discriminación positiva, aquella creación e interpretación que –como la música llamada “contemporánea”- tiene unas menores posibilidades de salir bien parada en un escenario de supresión de la ayuda pública. Eso sí, esta idea en absoluto pregona esa sustitución de lo público que parece quiere llevar a cabo el inminente gobierno, sino que debería servir como un complemento necesario para potenciar cultura de calidad que –aun en una situación de mecenazgo “ideal”- fuera ignorada por las instituciones privadas.
¿Ministerio? ¿Transversalidad?
En cualquier caso, habrá que ver dónde coloca el nuevo gobierno el papel de la cultura. Las declaraciones sobre la desaparición del ministerio del ramo son ya de dominio público (en la fusión ya conocida con Educación), y motivo de artículos y sondeos a profesionales en los medios generalistas. Y también saber si esto responde a una mera operación de imagen o va más allá. De todos es sabido que la fusión de dos ministerios no implica un ahorro real. Otros rumores apuntan a dar un carácter transversal a la cultura, de manera que ésta esté presente en distintas carteras.
Lo que está claro es que la cultura sí importa al político gobernante. Siempre hay mucha carga ideológica que desplegar y, sobre todo, las llamadas “industrias culturales” constituyen un porcentaje nada desdeñable de PIB. Mal que bien, en este contexto, seguramente se actuará en la misma dirección que en otros ámbitos: potenciar la internacionalización, el mercado interno, transvasar la financiación y la infraestructura de lo público a lo privado… La incógnita no está ahí. Sinceramente, si llamamos “arte” a un concierto de Bisbal o a la última serie de moda en TV, dará más o menos lo mismo cómo articulen soluciones. Finalmente, el problema se encuentra precisamente en esa consideración cultural basada en el mercado, y en consecuencia, qué pasará con el resto. El panorama no augura amaneceres luminosos frente al mar, con la gaviota cruzando el límpido y azul horizonte… Veremos.
Referencias
- Programa electoral del Partido Popular (Capítulo sobre Cultura: pág. 128)
- Artículo en El Cultural sobre la pervivencia del Ministerio de Cultura
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