Cuando cantar no es contar

[UNA TEMPORADA EN LA ÓPERA]
¿Para qué nos deberían cantar una ópera? Es la pregunta que surge al ver y oír la Elektra de Strauss y Hofmannstahl con escenografía del artista plástico Anselm Kiefer, que se representa actualmente en el Teatro Real de Madrid en una nueva producción de este espacio junto con el Teatro San Carlo de Nápoles.

N20111010_elektra-teatro-realo tiene suerte el Teatro Real cuando invita como escenógrafos a artistas plásticos de renombre. Tampoco la ha tenido con Anselm Kiefer y esa ocupación del espacio que ha hecho para la Elektra de Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal que se acaba de estrenar. La propuesta llegaba con un importante premio conseguido en Italia en el año de su estreno. Toda esta información, lanzada a borbotones por la maquinaria del marketing del propio teatro, había anegado a los medios de tal manera que habían conseguido convertir este comienzo de temporada en un verdadero acontecimiento.

Otro cantar es cuando se abre el telón y comienza el espectáculo. La primera reflexión es que la escenografía no funciona. Y no lo hace porque Kiefer es un artista de la ausencia. Sus cuadros son grandes espacios vacíos de seres humanos. Espacios que han sido abandonados a su suerte, algunos de ellos con la esperanza de volver a ser ocupados. Espacios donde todavía reverberan las palabras y los hechos pasados o por venir, pero vacíos, al fin y al cabo. Y esta condición produce una dirección de escena caracterizada por el relativo estatismo de los cantantes en el escenario que convierte el espectáculo en lo que popularmente se entiende como ópera. Es decir, una señora gorda cantando sobre las tablas. Definición que no suscribiría nadie que se declare amante de la ópera. Los mismos amantes que aplauden este tipo de propuestas sobre todo cuando los cantantes tienen, como es el caso que nos ocupa, una buena y educada voz para el canto. Da igual las carencias interpretativas, es decir, actorales del elenco. Y que la orquesta toque a todo volumen, obligando a colocar la voz en unos registros nada cómodos para el canto y la exploración de toda su expresión. Ni que esa misma orquesta suene como un conjunto de instrumentos perfectamente identificables y no como música. Lo cierto es que hubo aplausos y muchos y caras de satisfacción. Poniendo de manifiesto, una vez más, que nada deben temer de Mortier los tradicionales abonados a la ópera en Madrid.

¿Y la historia? Pregunta pertinente, pues no se debería olvidar que estamos hablando de una ópera narrativa. La historia, hay que responder, no se entiende. Y, seguramente, tampoco la han entendido los que han participado en su producción por eso no la pueden contar. Y, el asunto tiene miga. Al fin al cabo, es la historia de unos hijos que para vengar el asesinato de su padre tienen que matar a su madre. Madre a la que le quita el sueño la posible vuelta de Orestes, ese hijo al que desterró y del que desde hace tiempo solo espera la noticia de su muerte.

Seguramente, la ópera se hubiera entendido mejor, si se hubiera sacado a los artistas del escenario y a la orquesta del foso. Cantando y tocando entre bambalinas y sus alientos llenando el espacio ruinoso y arruinado que ha construido Anselm Kiefer. Esas voces que cantan historias de nuestros antepasados y que contienen las piedras que les han sobrevivido y nos sobrevivirán. Esos dilemas a los que nos enfrentamos los seres humanos en los que tenemos que decidirnos entre querer más a papá o a mamá. Una escena con la potente pieza de Kiefer y una historia y una música del pasado que, para que interese y salte del escenario, debe interpretarse como una historia y una música del presente. Entonces esas mujeres que visitan las ruinas con linternas intentando ver, iluminando, se entendería. Tal vez no se haga porque se piense que no están las audiencias preparadas para entender su presente, que prefieren los pobres ecos del pasado, domesticados e inofensivos.

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