Con la música EN otra parte

El Teatro de la Abadía, un espacio poco habitual para la música y el mundo que la rodea, acogió de nuevo a Carles Santos y por pimera vez a CaboSanRoque con su “Maquinofobiapianolera” y a los nuevos y diversos públicos musicales que estos crean.

C20111019_maquinofobiapianolera-teatro-abadiaonvocan Carles Santos y CaboSanRoque en el Teatro de la Abadía de Madrid para el estreno de Maquinofobiapianolera y acude más la parroquia teatral que la musical. Y es que ese gen escénico que tiene Carles, en el que de lo lúdico, lo divertido y hasta lo risible y lo ridículo están presentes, ha marcado, para algunos, el territorio y las fronteras que el hecho musical no debe traspasar. Da igual que cada vez más lo escénico y la performance ocupe gran parte de las composiciones contemporáneas que por ejemplo se han podido oír y ver dentro del programa Series 20/21 del Centro Nacional de Difusión Musical en el auditorio 400 del Reina Sofía y atraigan a entendidos y profesionales como si fuera algo nuevo en nuestro territorio. No lo es. Carles es la prueba.

En este espectáculo lo escénico es la imponente orquesta mecánica que ha construido y programado CaboSanRoque. Hay pocos movimientos de escena, y están marcados por las necesidades musicales. Ya sea para tocar algunos instrumentos, manipular la máquina o para colocar las voces en los lugares que aportan a la música una sonoridad determinada por el tiempo y el espacio que separa a los emisores de los receptores. Pues la pieza es ante todo y, desde el punto de vista del espectador, el resultado del trabajo con los sonidos de la actividad humana hoy en día. O mejor, tal vez influido por el aspecto y color de las piezas de la orquesta, de un mundo del trabajo que se contrae, como la fabrica de galletas de la que procede la orquesta mecánica, pero que sigue ocupando el pensamiento y la imaginación cuando se habla de trabajar. Trabajar en la mina, en la fundición, en la fábrica, en el andamio. Suben y bajan émbolos, pitan y silban matraces en los que hierve el agua, resoplan tubos.

Sí, lo que se ofrecía esta vez es una combinación de sonidos o de secuencias sonoras colocadas de tal manera que se reconocen y se entienden de forma aislada. Algunas, en su clasicismo, suponen un remanso para el oído, un lugar en el que descansar y aquietarse. Son, fundamentalmente piano, bajo el que se esconde la luz cálida de un sol que agoniza por la tarde. Secuencias intensas, aunque puedan ser suaves. E interrumpen o son interrumpidas por los sonidos eléctricos, electrónicos, maquinales que proceden de la orquesta mecánica o del pequeño trío que acompaña al pianista. Todos microfonados, pero sin perder, a pesar de la intensidad, los matices, la variedad, levemente alterados por un sutil acoplamiento que se debe vigilar en las siguientes representaciones, y violentados por un timbre que llama al trabajo o a su final.

Lo mismo se relaja la respiración del auditorio, que en un rato, los más jóvenes, mueven el pie siguiendo el ritmo como harían en la barra de un bar, poco después de abandonar el trabajo, con la secuencia maquinal metida en el cuerpo y el murmullo de los matraces de agua hirviendo en la mirada. Fluye así la composición de algo más de 50 minutos como un todo que recrea los sonidos de una calle posible con su auditorio y su zona de polígono industrial. Donde lo contemporáneo lo es porque está presente, hoy, aquí y ahora. Igual de efímero, igual de pequeño, que esa fibra iluminada que se mueve sobre la máquina, a modo de ridículos fuegos artificiales, y que apenas suena cómo lejanísimas cuerdas moviéndose en el aire, en el oscuro.

Cierran la velada varias tandas de aplausos desprejuiciados, sonrisas en la cara y en la mirada, y las felicitaciones a José Luis Gómez, el director del teatro que acoge el espectáculo, por haber incluido este concierto en la temporada 2011-12. Fuera de los tradicionales ámbitos musicales. Nuevos ámbitos que el compositor y los que trabajan con él abren para oír y ver música. Creadores y públicos que incorporan la música a sus vidas. Como el treintañero que acude con su madre y con su novia. Como el grupo de amigos que van en chanclas y pantalón corto, aprovechando la extensión del verano regalada por el otoño madrileño. Como el cincuentón de coleta barba y chaleco de safari que sale chocado. Como las señoras de más de sesenta que abandonan la sala con cara de cansancio, pues seguramente es algo tarde para sus costumbres.

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