La llegada del verano es siempre un buen momento para tomar el pulso a la situación musical del paÃs, y particularmente, a la que más concierne a nuestra revista, la creación musical contemporánea en sus manifestaciones más diversas. Y es que llegan los festivales de estÃo, esa puesta de largo de la música con la que se pretende dar voz a una variedad cohesionada, y a la posibilidad cierta de unir ocio y cultura, esa peligrosa combinación con la que parece definirse la función del arte desde hace ya bastantes décadas. Pero es precisamente este momento, en el que se busca el brillo especial que otorgan los grandes acontecimientos, el que nos da idea de la todavÃa pobre consideración que el programador y el gestor institucional tiene de la música de nuestro tiempo. Salvando -obviamente- los casos honrosos (que los hay y siempre habrá), los del festival especÃfico de música contemporánea (con la representación más visible en el de Alicante), o los especializados en otras épocas o contextos, la presencia de la creación actual sigue siendo escasa, por no decir insultantemente pobre en un bien nutrido panorama de festivales.
Tradicionalmente, todo festival que se precie va labrando su prestigio poniendo la atención en diversos aspectos, que deberán combinarse para formar una amalgama atractiva que haga posible la propuesta. La presentación de nuevos y previamente visibles valores de la interpretación, la invitación de grandes figuras, la presencia de obras emblemáticas que van a asegurar la asistencia del público o el propio atractivo de espacios y lugares, son caracterÃsticas que un festival de verano tendrá siempre en cuenta a la hora de elaborar una programación. Entre estas condiciones habitualmente ha figurado la de presentar obras de estreno, que hacen posible mantener la idea de evento vivo y que permite eludir el riesgo del acartonamiento. Sin embargo, constatamos este año un hecho que, si bien no es nuevo, sà queda patente de manera especial en las programaciones de algunos ciclos estivales. La sustitución -en algunos casos totalmente gratuita- de la ya difÃcilmente clasificable “música contemporánea” (y no nos referimos exclusivamente a la “de concierto”, sino igualmente a la que indaga en las relaciones con otras artes, las visuales y plásticas, literatura, cine…) por un eclecticismo que bebe de ideas -ya talluditas, aunque se quieran seguir haciendo pasar por nuevas- como el crossover o la fusión étnica. Este giro hacia propuestas que tienen su base en el precepto anglosajón de que una música debe atender -antes de cualquier otro aspecto- a la garantÃa un mÃnimo éxito, aseguran al festival ese halo de novedad fácilmente reconocible por el espectador, y que viene a paliar el histórico problema de la escucha de la música contemporánea por el público no iniciado. Y sabemos que no es fácil delimitar “las músicas”. A lo largo del siglo XX (y no digamos en el presente) los contactos han sido múltiples y muchas veces fructÃferos. Basten los ejemplos del jazz y su enorme influencia en la música europea o las relaciones cruzadas entre el pop y la contemporánea en los norteamericanos en los años 60 del pasado siglo, para darnos cuenta de que -de modo semejante al retrete de Marcel Duchamp- constantemente se nos presenta lo viejo como novedad. En ese momento entra en juego esa magnÃfica falacia del mercado por la cual sólo es posible lo que se ve (o se oye), y lo que se ve (o se oye) no hace falta observarlo (o escucharlo), basta con que esté ahÃ, aposentado su trasero sobre un buen aparato de márketing, y con la suficiente dosis de marca (o estilo o tendencia o lo que sea) para que sea reconocible y aceptado. AsÃ, se llame flamenco, cantautor de moda, grunge, hip hop o rock alternativo, no habrá más que darle una pátina de intelectualidad, invocar las bondades del mestizaje en este mundo injusto y encargar la redacción de unas notas al programa que produzcan el efecto deseado en el espectador, para lograr la mágica receta que permita calificar el festival como “ecléctico”, “de amplias miras”, “poliédrico” o de “apertura estilÃstica”.
Los juegos de la crisis
Pero no nos engañemos, el invento no es nuevo. Lo que sà resulta novedad es su irrupción sin complejos en un panorama musical en el que -quizá por primera vez- comienza a existir la sensación de que la calidad de la creación contemporánea de nuestro paÃs acorta distancias con las de “nuestros mayores” europeos. Desandar un camino labrado con tanto sudor, en pos de una supuesta necesidad de hacer vendible un festival, no parece una opción demasiado inteligente ni necesaria.
Pero la explicación de este giro no puede ser unidireccional. Responde más bien a una confluencia de parámetros que necesitan ser unificados para tomar forma. Y aquà entra en escena la esotérica crisis económica que sufrimos desde hace dos años. No puede haber una excusa mejor que la crisis para justificar la necesidad de abrirse al gran público a través de propuestas jalonadas de músicas reconocibles en cualquier contexto. Hacer taquilla se convierte ahora en primordial, bien sea para justificar la subvención pública, bien para no hacer definitivamente deficitario el proyecto. Sin embargo, algo no funciona del todo en este planteamiento. Porque si tomamos el punto de vista del mercado -y parece ser esa la óptica actual del programador- podemos concluir que el trasero es indiferente, lo importante es el márketing sobre el que lo posemos. Entonces, ¿qué problema hay con diseñar un buen márketing para la creación contemporánea? ¿Es realmente tan difÃcil de “vender”? ¿Hay tanta dificultad para hacer atractiva una obra de escucha compleja pero de calidad innegable? ¿Es que acaso la música electrónica comercial es de fácil escucha para aquel que asiste a un festival atraÃdo por La Traviata?
Y cuando hablamos de márketing no nos estamos refiriendo a “vender” una obra de Sciarrino como se vende un viaje a Cancún, sino del convencimiento de que en un mundo en el que se ha comerciado hasta con el último aliento de una vÃctima del SIDA no pueden faltar ideas creativas -incluso inteligentes- para despertar la chispa de la curiosidad (y, con suerte, hasta el interés) de un público lógicamente perdido si lo colocamos en un contexto de sesudas explicaciones sobre los infiniti possibili o la composición algorÃtmica. Tiene que existir un punto intermedio y resulta conveniente buscarlo y encontrarlo cuanto antes. Para eso se paga a las agencias de publicidad.
Hay otro aspecto que podrÃa estar relacionado con la crisis en algunos de los festivales que se presentan este verano. Parece cobrar fuerza la presencia de jóvenes intérpretes, nuevos valores que sin duda necesitan del marco de los grandes eventos para comenzar o consolidar sus carreras profesionales. El hecho de encontrarlos en los ciclos de verano deberÃa suponer, en sà misma, una excelente noticia y suponer un reconocimiento para el festival que opte por esta polÃtica. No cabe duda de que tiene una innegable parte positiva y que muchos programadores actúan honestamente y conscientes de la importancia que tiene para nuestro paÃs incorporar nuevas voces al panorama musical. Pero hay otros peligros y entre los más claros está el de considerar la opción ”joven intérprete” como una vÃa fácil para el abaratamiento de costes. No queremos decir que ocurra, pero sà que puede ocurrir. Y la alerta debe estar activada porque esta crisis tiene una base tan irracional que cualquier perversión es imaginable.
Los festivales de verano gozan de buena salud, de esto no hay duda, su propia presencia lo corrobora. Inmersos en esta crisis caprichosa que hace temblar los cimientos de nuestro modo de vida, y en la que la cultura pasa del penúltimo al último lugar en las preocupaciones de las instituciones, el mero hecho de la permanencia de los ciclos veraniegos (no de todos, que unos cuantos han perecido en su intento de sobrevivir, todo hay que decirlo), es un indicativo que denota la existencia de una demanda real, quizá proveniente de una necesidad de evasión de estas incertidumbres económicas, pero real al fin y al cabo. Sin embargo, estemos alerta, el simple hecho de estar presente no debe generar complacencia y mucho menos hacer buena la idea de una cultura sostenida en base al entretenimiento. La música de nuestro tiempo sigue necesitando impulso y ayuda urgente. Lo demanda con toda justicia, con la fuerza que le da el estar en el mundo, ser de aquà y de ahora. Porque no se trata de salvar o potenciar lo minoritario, ni de ser condescendientes con quejumbrosos artistas, sino de dar valor a la prueba de si realmente la llamada “música contemporánea” es minoritaria por naturaleza o tan sólo por prejuicio. Si desde una perspectiva ontológica, las leyes del mercado actual parecen conducir a la certeza “se me ve, luego existo”, ¿no convendrÃa, aunque sólo fuera en dosis “asimilables”, enfocar más a menudo el haz de luz sobre la creación actual?
Referencias
Etiquetas:Contemporánea, Crisis, Festivales, PolÃtica cultural
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