¿Jazz o contemporánea? Dilemas de la Guardia Civil

La actuación de Larry Ochs Sax & Drumming Core, que ponía el cierre al Festival de Jazz de Sigüenza, ha pasado del contexto de la crítica de espectáculos al ámbito del esperpento, gracias a dos actores de excepción: un espectador molesto por la “contemporaneidad” de la música de Ochs y un guardia civil con aspiraciones musicológicas.

P20091230_espectador-denuncia-ochsrimero, situemos en contexto el incidente, más propio de un folletín que de la crónica de concierto. Un inocente festival de jazz (Sigüenza, V edición, 5 al 7 de diciembre). Un saxofonista neoyorkino, Larry Ochs Sax & Drumming Core, estéticamente fronterizo. Un espectador que se convierte en denunciante del artista norteamericano por… ¡no tocar jazz sino música contemporánea! Y, finalmente… ¡un guardia civil que se erige en juez estético! No, no es el argumento de una renovada ópera buffa, ni un gag televisivo, ni una nueva película de Berlanga (esto último, sin duda, sería lo más ajustado). El suceso ocurrió en el concierto que cerraba el citado festival, cuando el espectador Rafael Gilbert denunció al músico norteamericano porque lo que tocaba no era jazz sino música contemporánea, música que -según las informaciones de El País- el susodicho tiene “contraindicada psicológicamente por prescripción facultativa“. Todavía podemos encontrar en la red algunas declaraciones del denunciante que quizá nos ayuden a entender su posición: “Me sentí estafado. Con todo el respeto por los músicos, pero me hicieron daño al oído y a los nervios. Yo lo que reclamo es que en los carteles aclaren si es jazz o no, y ya está. Es como si vas a ver una película de Tarzán y te ponen una de King Kong“.

Hasta aquí -airada protesta, que casi acaba con el concierto, y hoja de reclamaciones presentada por el espectador al festival- todo hubiera quedado en una anécdota suave, probablemente ridícula, pero anécdota al fin y al cabo; sin siquiera visos de acabar formando parte del abultado catálogo de improperios (mucho menos de las polémicas) que la llamada “música contemporánea” (y el jazz también) han ido sufriendo a lo largo del tiempo, con justicia o sin ella. Pero he aquí que el incidente da un giro de 90º con la aparición en escena de un nuevo actor: la Guardia Civil, que se persona cuando el concierto empezaba a dar muestras de convertirse en problema ciudadano ante los ojos del resto de espectadores y de los despistados intérpretes. Y la cosa se complica un poco más. Uno de los números de la benemérita, sacando de su historial los conocimientos musicológicos aprendidos a lo largo de sus años de servicio en el cuerpo, decide hacer exhaustivo análisis de la música de Ochs y, después de rigurosa reflexión estética (se nos antoja asistida por el fantasma de todo tipo de filósofos, Platón y Adorno incluidos), toga en mano y a modo de juicio sumarísimo, otorga finalmente sentencia: “la música de Ochs no es jazz sino música contemporánea”. Bien, vamos bien…

Pero esto no es todo, ni mucho menos. La noticia salta al resto del mundo a través de internet (no es broma, se convirtió en una de las más leídas de la versión online de El País), y es reproducida por medios de todo el planeta, entre otros por el mismísimo The Guardian londinense. Y con esta difusión no es extraño que llegara a los atentos oídos de Wynton Marsalis -quizá el más poderoso jazzman del momento- el cual no desperdicia la oportunidad de mostrarse “encantado” con el incidente, incluso buscando al anónimo denunciante para, “en señal de gratitud“, regalarle su discografía completa autografiada. Así que de guión de Berlanga pasamos a problema estético de envergadura, con cierto tufillo, eso sí, a posibles intereses ajenos al debate de ideas. Y es que hay que aclarar que Marsalis lleva desde los años 80 del pasado siglo polemizando sobre la pureza del género, intentando evangelizar a los pobres descarriados intérpretes de free jazz o postbop (como Ochs), incluso con poderosos y sonados enfrentamientos, como uno protagonizado con Miles Davis en 1986, bastante conocido entre los aficionados al jazz. 

Hasta aquí, los hechos. Un incidente de corte surrealista que, gracias a su amplificación mediática, irrumpe -a través del oportunismo de Marsalis y otros escandalizados músicos (Charlie Haden, Dave Douglas o Agustí Fernández también participaron en la reacción)- en el debate estético. Y es que, desde el lado de la “contemporánea”, creíamos resuelto el problema de las influencias mutuas. El nacimiento del jazz supuso una riquísima fuente de nuevas propuestas y recursos que supieron asimilar tantos y tantos compositores: Debussy, Stravinsky, Ravel… Nombres ilustres y representativos que demostraron cómo la incorporación de una música alejada en origen al lenguaje propio era posible y seguramente imprescindible. Estas realidades -ya de libro de texto- quedaron asimismo diáfanas al comprobar que no se trataba de mestizaje (en el sentido de mezcla premeditada de estilos), sino de algo más profundo, puntos reales de encuentro, difuminaciones producidas por aspectos estéticos y de lenguaje de cercanía evidentes. Estábamos en esta reflexión asimilativa cuando, desde el “otro lado”, llegó el free jazz y sus derivaciones. Y pudimos así corroborar los vínculos. En un siglo (siglos, si incluimos el actual) en el que el lenguaje se hace protagonista inexcusable, ¿cómo podríamos obviar la lógica de las aproximaciones? En un momento en que -no nos engañemos- la experimentación se ha hecho Ley (aunque algunos anhelen un retorno a vías únicas que ya la posmodernidad se encargó de romper definitivamente), las propuestas puristas se nos antojan de una candorosa ingenuidad. Hay experiencia sobrada. Pensemos por ejemplo en los vaivenes del historicismo en la música antigua, y sus dificultades para encontrar un sitio en la perspectiva actual, definitivamente arrinconados sus profetas por un mundo que no admite el dogma, por muy rigurosa que pudiera ser la propuesta.

Y en éstas llegó Gilbert; y un guardia civil, y Wynton… Se despertó el demonio de la pureza de estilo, la “intolerancia estética” -que diría una falsa progresía-, el movimiento que hace de lo reaccionario un modo de vida (a falta de otras ideas que produzcan resultados más jugosos)… Pero, señores defensores de las “razas musicales”, ¿no creen obsoleta, anacrónica y de cierta casposidad impotente su propuesta taxonómica? ¿No será que lo que todos sentimos como ausencia de debate estético, en un contexto ciertamente difícil para llevarse a cabo, ustedes quieren reducirlo a un debate supérfluo sobre clasificación estilística? Ahora mismo el problema no está en que la música de Ochs camine por unas fronteras de lenguaje que cada vez se han hecho más amplias y difusas, sino si su propuesta artística es o no de calidad. Es cierto que el contexto en el que se escucha una música es importante y condiciona su audición. Pero no menos importante es que el público tenga una mirada abierta y crítica y, si es posible, sea receptivo a lo inesperado (algo que no obvia la crítica inteligente, sino todo lo contrario). ¿Cómo considerar un “engaño” la aparición de aspectos comunes en el lenguaje? Si alguien se siente engañado tendrá que pedir cuentas a todos los actores que componen la historia de la música en Occidente… ¿De qué guindo ha caído todo este personal?

Un apunte final: hay algo de lo que sí debemos congratularnos. Un país en el que su aparato de seguridad comienza a hacer pinitos en el debate estético sólo puede llevar a una conclusión: estamos haciendo país.

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